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Londres no era una ciudad de luz y color precisamente. Marinette la recordaba de otro modo, no tan agitada como entonces.

La Revolución industrial ayudaba a dividir las clases sociales todavía con más notoriedad. Los ricos y emprendedores eran cada vez más ricos, y los que no poseían nada seguían siendo cada vez más pobres.

La zona industrial de la ciudad brillaba por la ausencia de color, y si a eso se añadía el lluvioso clima inglés, hacía que el panorama para cualquier persona fuera deprimente, pero no para Marinette.

La tonalidad de su antigua ciudad era gris, sí, igual que el espíritu de la mayoría de sus habitantes, pero más oscura y sibilina era su sed de venganza. Acostumbrada como estaba al verde, el azul y la naturaleza de su silvestre isla, la metrópolis británica podría llegar a opacarla.

Pero tenía tan claro lo que había ido a hacer allí, que se centraría solo en eso.

El hijo pequeño de Jane Perceval, Ernest, sufría un serio cuadro de asfixia. Le costaba respirar, perdía peso y además había dejado de mamar leche del pecho de su madre.

No parecía que el bebé pudiera alargar su vida más allá de unos días.

Jane estaba destrozada. A su lado, su marido, el respetable lord Theo Perceval, el canciller de Finanzas de Inglaterra, consolaba a su mujer con el tiento y la paciencia de aquel que no quiere parecer desesperado, aunque por dentro sea un manojo de nervios.

El respetable en cuestión vestía todo de negro; era bajito, pálido y delgado, pero sus despiertos ojos claros estudiaban con detenimiento el modo en que Marinette exploraba a su hijo y valoraba las ronchas en su piel y el tono amarillento de las palmas de sus manos mientras rozaba con suavidad las erupciones en los labios de Ernest.

El pequeño tenía el pelo claro del mismo color que él, y la mirada de su madre.

—Marquesa...

—¿Milord? —replicó Marinette concentrada en el diagnóstico de la debilitada criatura. Theo miró a su mujer y carraspeó con incomodidad.

—¿Es verdad que en Dhekelia a las mujeres les dejan ejercer la medicina? —Marinette se encogió de hombros.

—Si nos dejan o no, ciertamente, no lo sé. Pero hasta la fecha, nadie me lo ha impedido. Y todos me han felicitado por el trabajo dispensado. —Lo miró de reojo y sonrió para tomar a Ernest entre sus brazos—. ¿Le perturba?

—Me sorprende. Pero dejará de hacerlo si encuentra el remedio para sanar a mi pequeño. Estaré eternamente agradecido por ello y le daré lo que me pida.

Marinette sonrió amablemente y negó con la cabeza.

—Por favor, esta es mi vocación y, por suerte, no necesito el dinero. No se preocupe por eso ahora. —Marinette caminó con el chiquitín bien arrullado y le dijo a Jane—: Su bebé se pondrá bien. —Se lo ofreció—. Necesita su calor y su protección, no deje de dárselos.

La buena mujer miró a Marinette con todas sus esperanzas puestas en ella y tomó a su hijo de entre sus cariñosos brazos.

—¿Sabe lo que le sucede? —Marinette asintió.

—Su hijo ha desarrollado una reacción a la leche.

—¿A mi pecho? —preguntó horrorizada y nerviosa—. Señor, yo... Enfermé después de dar a luz a Ernest... Después nos trasladamos a Ealing, donde vivimos ahora y... ¿Y si todo eso ha provocado que yo no fuera buena para mi pequeño? ¿Y si...?

—No, Jane. Tranquilícese. Ernest es alérgico a la leche —le explicó—. Las erupciones cutáneas son provocadas por una alergia, y la exposición continuada a lo que no tolera es lo que le está haciendo daño, probablemente en el hígado y en los intestinos; de ahí su color amarillento y sus ojos enrojecidos.

Panthers (Adrinette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora