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Durante las dos semanas siguientes, la lucha principal fue convencer a Marinette de que debía alimentarse.

El dolor era constante. Tenía la zona local inflamada, y Sabine tuvo que preparar soluciones líquidas de erísimo y lespedeza, dos plantas con propiedades adecuadas para combatir las inflamaciones y las heridas de laringe y faringe, y suministrárselas tres veces al día.

Marinette no soportaba su sabor. Las arcadas iban y venían, y el movimiento hacía que las heridas interiores de la garganta le ardieran.

—¡No lo eches! ¡No vomites! Santo Dios, Marinette... ¡Esto es por tu bien! ¡¿Tendré que ponerte leche y azúcar, como a las niñas pequeñas?! —exclamó mirándola disgustada.

Marinette afirmó contrita, desviando la vista hacia otro lado.

«Esto es repugnante. ¡Beberlo es peor que una tortura y ni siquiera puedo quejarme!» Cruzó el único brazo que no tenía en cabestrillo, ofendida.

Al día siguiente, la solución líquida mejoró con la lactosa y la glucosa, y no le supuso tanta voluntad tragárselo todo de golpe.

Sabine preparaba las infusiones y las cremas delante de ella, y eso era algo que sorprendía a la joven.

Para Marinette, una mujer realizando esas tareas era como magia en movimiento, y le encantaba. Atendía a todos sus procesos; le gustaba cómo colocaba los cuencos, los mazos y las plantas como un ritual. Después dejaba la tetera de agua caliente, siempre en la misma posición, y la vertía con lentitud sobre el cuenco mientras no dejaba de moler las plantas.

Si se ponía a macerarlos, observaba cómo lo hacía.

Si decidía machacarlo todo para verter la mezcla en una infusión, estudiaba el orden y su armonía.

Había algo que impresionaba a la joven: Sabine lo hacía todo como si siguiera una música que solo ella oía. Todo tenía un ritmo, un tempo, una nota especial... Era hipnotizador. Y descubrió que podía pasarse lo que le quedaba de vida mirando cómo trabajaba su salvadora.

En ocasiones, Chloé y Alya, las dos jóvenes que a veces le servían la comida y ayudaban a la más mayor, la inmovilizaban cuando tenían que colocarle compresas frías con una crema base de abedul y pomel sobre la cicatriz del cuello.

Marinette no quería odiarlas... ¡Pero las odiaba a muerte! En ese momento, solo deseaba arrancarles sus hermosas cabelleras como hacían los nativos americanos con sus víctimas.

—No te muevas si no quieres que te abra los puntos... —gruñó Alya con una mirada asesina y a la vez divertida.

—Alya... —le advirtió Sabine.

—Sin querer, claro —repuso la otra de pelo rojo y ojos marrón claro mientras la sostenía por los hombros.

Chloé se echó a reír y le dijo al oído a Marinette:

—Alya habla demasiado. Pero habla con razón: cumple todas sus amenazas —le guiñó uno de sus ojos azules.

«Mmm... Qué tranquilizador.» La miró de reojo.

Las dos mujeres eran muy bonitas; Alya era de belleza más esquiva y salvaje. Su pelo leonado y rojo y sus ojos, casi rojizos, le hacían pensar en sirenas salvajes, de esas de las que hablaban las leyendas. Tenía la piel muy morena moteada con algunas pequitas, unos labios carnosos y una dentadura perfecta. Nunca titubeaba al mirar a los ojos. No parpadeaba, y a Marinette aquello le parecía inquietante e incómodo.

Chloé lucía pelo largo y lacio de color rubio, demasiado brillante. Tenía los ojos azules y enormes, con larguísimas pestañas tupidas que parecían abanicos. Siempre que hablaba medio sonreía, y tenía la manía de morderse el interior del labio del lado derecho mientras enredaba un rizo entre sus dedos.

Panthers (Adrinette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora