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Los cascos de los caballos eran lo único que llenaba el silencio del interior del carruaje.

Hacía horas que habían salido de Gloucestershire, y después de una parada para repostar energías y tomar algo caliente, habían reemprendido el viaje. En ese momento recorrían la ciudad de Abingdon en Oxfordshire.

Marinette no tenía hambre. Su estado anímico era tan precario que se sorprendía de que todavía fuera capaz de respirar.

Nathaniel solo podía consolarla abrazándola con mimo y prometiéndole palabras huecas por lo inverosímiles e increíbles que eran: «Todo saldrá bien», le decía.

Pero Marinette sabía que nada iba a salir bien. Adrien le había roto el corazón y fustigado el alma sin contemplaciones. Su padre la había rechazado. Todos creían que era culpable.

Se iría al cadalso sabiendo que ni su padre ni su futuro marido la querían lo suficiente como para haberla apoyado y defendido.

Y en ese agujero negro solo había un hombro en el que apoyarse, el de su primo Nathaniel; el único que se había encarado con todos para defender la inocencia que solo ella sabía cierta.

Él la abrazó con fuerza para que se sintiera más segura; solo su calor la mantendría cuerda.

Se dirigían a St. James Palace, la residencia oficial del rey Jorge en Pall Mall. Después de que ardiera el palacio de Whitehall, los reyes se trasladaron a ese fastuoso edificio de estilo Tudor, que se erigía como el principal centro administrativo de la monarquía.

Se decía que Buckingham Palace era mucho más bonito y espectacular que St. James, y que tarde o temprano los reyes se mudarían allí como principal residencia. Pero, por ahora, desarrollaban todas sus funciones en el edificio que había en las inmediaciones del parque de St. James.

Allí la juzgarían. Entre esos bloques de ladrillo, un hombre que la había oído cantar las pasadas Navidades y que sufría una enfermedad mental decidiría que debían cortarle la cabeza por traidora.

No podía parar de llorar. Sentía tanta pena que creía que estaba a punto de desmayarse.

—Lady Marinette. —El magistrado interrumpió el pesaroso silencio—. Confío en que colabore con el rey y con nosotros y escriba una nueva misiva a su amante facilitándole otro tipo de información, esta vez falsa. Con su ayuda, podremos abortar la invasión francesa y realizar un contraataque.

Marinette parpadeó y lo miró con aburrimiento.

—No sé de qué me está usted hablando, magistrado. Pero tenga clara una cosa: la carta que me obliguen a escribir jamás llegará a ningún destinatario, porque todo esto es una farsa; una bufonada de mal gusto con intereses claramente personales o incluso políticos. —Marinette era solo la víctima. ¿Qué conseguían inculpándola a ella? ¿Y quién orquestaba el enredo? Ella moriría y no podría descubrirlo, pero de seguir con vida, desearía ser ella quien impusiera la justicia que el gobierno no ponía en práctica—. Yo no tengo nada que hacer. Pero espero que un día, un magistrado ecuánime y honesto, cosa que usted no es, otorgue la presunción de inocencia antes de llevar al acusado ante el rey y dejar que él decrete si vive o muere sin antes haberle dado la oportunidad de defenderse.

—¿Además de traidora es experta en jurisprudencia? —Kim, que se había sentido atacado al poner en tela de juicio su equidad, decidió provocarla con su pregunta.

—Marinette no es ninguna traidora, magistrado. —Nathaniel se inclinó hacia delante dispuesto a arrancarle la cabeza a Lê Chiến Kim —. Mida sus palabras.

Panthers (Adrinette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora