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El sol del atardecer se colaba entre las copas de los altos setos que resguardaban aquel espectacular retiro. Antiguamente, ahí, en aquella mansión, en aquella zona secreta, Adrien había sido regañado por una niña de diez años, de ojos enormes azules, como el cielo que intentaba pelear con algunas de las espesas nubes que habían traído la lluvia, y a las que vencía con su luz. Todavía continuaba estando allí el banco de piedra con garras de animal, y la estatua de Temis, una mujer sentada sobre el lomo de un león, en el centro del cobijo; era una jueza que cargaba con una espada en su mano izquierda, y una balanza en la derecha. Temis, la de hermosas mejillas, la diosa griega del orden divino, las leyes y las costumbres, lo miraba como lo había hecho catorce años atrás, la noche en la que Marinette lo había increpado por tocar cuerpos femeninos: lo observaba con serias expectativas hacia él, como diciéndole: «¿Y bien, futuro duque de Bristol? ¿Qué hará usted con esta cría que se le acaba de declarar?».

Y ¿qué había hecho él con ella? Se dejó caer de rodillas ante la estatua de la Justicia. Había hecho caso omiso a la justicia que exigió Marinette, había negado a Temis, y por eso Némesis, la vida misma, le estaba dando ahora su justo castigo.

Marinette también vencía a las adversidades con su luz, recordó con una sonrisa de pena, abrazando con fuerza la capa roja que se había llevado de la caravana de Bridgette la adivina y que había pertenecido a su amiga de la infancia. Pero hubo una adversidad que la pilló por sorpresa, un contratiempo con el que ella no contaba. Adrien todavía no entendía de dónde había nacido la falacia, pero sí sabía de dónde había nacido todo lo demás. Y lo había provocado todo él.

Él provocó que Tom Dupain rechazara a su hija.

Él encontró las cartas en el joyero y creyó la escenificación que había tenido lugar en El Diente de León.

Marinette había muerto por todo lo que él no hizo. Por no creerla.

Por no defenderla.

Por no llevársela a un lugar lejano, lejos del juicio del rey.

Habría sido fácil secuestrarla y llevarla en uno de sus barcos a las Américas, hasta que todo se solucionara y se demostrara su inocencia.

Pero los celos, la rabia y el despecho pudieron con él.

¿El resultado de todo aquello? Un ángel se había ido. Pero sus alas habían dejado una estela imborrable en él. En todos.

Aunque deseara con todas sus fuerzas que el ángel regresara, sabía que no sería un deseo concedido, pues los ángeles en la tierra eran siempre reclamados por los reyes del cielo, pues no eran dignos de aquellos que no sabían valorar lo que tenían ante sus propios ojos.

Adrien no supo valorarla. Tom tampoco.

El único que lo hizo y la defendió hasta recibir un balazo por ella fue Nathaniel.

Ahora pensaba en él y no había ni rastro de resquemor, pues Nathaniel creyó en ella y tuvo algo de lo que él carecía: sentido de la lealtad y confianza hacia la joven. Ahora lo envidiaba sanamente pues no se reía por la credibilidad que seguía depositando en Marinette.

Nathaniel se había puesto a la opinión pública en contra porque continuaba defendiendo a su prima cuando se recuperó, porque lo hizo ante el rey y se privó de sus privilegios voluntariamente. Ahora había logrado abrirse paso en la sociedad y labrarse un buen porvenir, y lo había hecho sin ayudas, con el dinero justo que sus padres le habían dejado en herencia, y enfrentándose a todos los que insultaran a su prima.

Le entraron ganas de hacer las paces con él y retomar su relación. Nathaniel valía la pena y seguro que tenía mucho que aprender de él.

Pero para Adrien cada pensamiento que tenía ante la estatua de la Justicia era en vano. Porque ninguno le daba la oportunidad de disculparse con Marinette; ni uno de sus pensamientos haría que regresase.

Panthers (Adrinette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora