-El peso de la Corona-

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Pasaron meses desde que volví a Grecia hasta que me coronaron.

En cuanto llegué a la isla, recibí grandes y largos sermones por parte de los Ancianos. Incluso de mi abuelo. Mejor dicho, especialmente de mi abuelo. Les disuadí convenciéndoles de que ir a Nueva York era lo mejor para evitar una guerra y, tras murmullos de desaprobación y reproche, me dejaron respirar.

Todo estaba muy cambiado: las casas estaban perfectamente reconstruidas y habitadas, la gente había recuperado su alegría y energía natural y el clima de desesperanza se había evaporado. En mi ausencia, fue mi abuelo quien retomó el cargo de rey. Me rompió el corazón verle tan cansado y tan mayor. Las arrugas surcaban su piel, y sus ojeras estaban decoradas con unos profundos círculos morados. Incluso el brillo de sus ojos se había apagado un poco.

Le tuvieron que ingresar urgentemente en nuestro hospital -bastante diferente al resto- porque estaba muy grave. Verle tumbado, sin fuerzas ni para comer por su cuenta, casi hizo que sintiese pena. Pero no, porque sentir pena por alguien no es bueno. En vez de eso me sentí orgullosa de a dónde había llegado y de cómo había lidiado con todo cuando yo no estaba, aun cuando no tenía fuerzas para ello.

-Adara, hay que empezar con la Coronación cuanto antes- comenzó a toser estrepitosamente. Me acerqué corriendo con preocupación y me hizo un gesto de que estaba bien-. Como ves, no creo que me quede mucho tiempo.

-¡Abuelo!- le reproché.

-Sabes tan bien como yo que es la verdad- su tono de sabiduría no daba lugar a ninguna objeción-. Llegaste hace tiempo y ya te has reinstalado. Creo que lo mejor es- volvió a toser secamente-, lo mejor es empezar con los preparativos y coronarte la semana que viene.

-¿¡La semana que viene!?- súbitamente el pánico empezó a crecer dentro de mí-. Una semana es muy poco... No estoy lista para ello, es mucha responsabilidad. ¿Y si me equivoco? ¿Y si lo hago mal? Nunca podré ser como tú abuelo, nunca- hablaba atropellada y rápida. Una pequeña sonrisa apareció en su rostro y, con gesto paternal, me apoyó una mano en el hombro.

-Nunca se está listo para esto. Será normal que te equivoques, porque si no no aprenderías. Pero para eso tienes que ser lo suficientemente humilde para admitir un error, sabia para escuchar los consejos, e inteligente para aprender de ellos- le miraba inmersa en sus ojos, que habían recuperado un poco de su brillo-. Y yo no espero que seas como yo, ni mucho menos, porque ya eres mejor de lo que yo nunca llegaría a ser- una lágrima se resbaló por mi mejilla, cayendo sobre la sábana blanca.

-Seré humilde para admitir mis errores, sabia para escuchar los consejos, e inteligente para aprender de ellos. Te lo prometo- asintió levemente con la cabeza.

-Y prométeme que nunca cometerás los mismos errores que yo. Que mantendrás tu corazón abierto y limpio, y que no le temerás al amor- me quedé unos segundos en silencio, sin ser capaz de mirarle a la cara.

-No puedo prometerte eso.

-Mírame- exigió con un poco de dureza-. Ay, Adara, eres clavadita a tu madre... Pero sin duda tienes el corazón de tu padre. Tu capacidad de amar puede alcanzar unos límites más allá de los normales, pero temo que tus heridas no te lo permitan. Por favor- tosió-, prométeme que no te hundirás en una vida sin confianza ni amor.

-¿Por qué me estás haciendo prometerte tantas cosas?- pregunté sabiendo la respuesta y temiendo oírla en voz alta.

-Porque no sé si tendremos otra oportunidad para ello- tosió mucho más, escupiendo sangre, y los médicos me echaron a patadas del lugar.

Salí a tomar el aire y a dar una vuelta. Estuve ayudando a un par de ciudadanos que me requerían, mientras pensaba en todo lo que me había dicho. Sé que podré llegar a querer a alguien, pero... ¿seré capaz de dejar que me quieran a mí?

PHOENIX• Animales Fantásticos [COMPLETADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora