Capítulo 6: Ocho de marzo.

55 16 31
                                    


Mia se encontraba llegando de clases cuando saltó de la emoción por su visita inesperada.

—¡Cyia! —se abalanzó sobre su hermana mayor para abrazarla —¿Por qué no me avisaste que vendrías? —murmuró contra su pecho en lo que la mayor depositaba un beso en su cabeza.

—¡A mí tampoco me dijo, mija! —exclamó la nana desde la cocina, antes de que la pelirroja le echara la culpa.

—Pedí permiso en el trabajo para venir —le hizo saber Cyia a su hermanita—. Ya viene el cumpleaños de la abuela —susurró—. Me ayudarás con eso, ¿No es así?

—Por supuesto.

Cuando el padre de ambas falleció, la hermana mayor tomó la decisión de irse a Texas para poder mantener la casa, puesto que Mia era muy pequeña y era muy difícil que la señora Gertrudys consiguiera trabajo por su edad.

—Les traje regalos —hizo saber la mayor.

—Mia, ¿Puedes ir al centro a comprar unos ajos? —pidió la mujer mayor —Esta mañana te fuiste rápido y se me olvidó pedirtelo, sabes que la comida sin ajo no tiene gracia.

—Abuela, veo que no pierdes tu obsesión con el ajo —Cyia negó con gracia.

—Claro, dejame quitarme quitarme el uniforme y voy.

La chica se dirigió a su habitación, se deshizo del uniforme y se colocó un mono blanco y una camisa suelta de color rosa, se calzó unos tenis y salió a la sala.

—Te acompaño —dijo su hermana apenas la vio llegar.

La chica asintió y se echaron a andar al centro.

—¿Y eso que te teñiste el cabello? —preguntó la menor mientras caminaban —Luces rara pelinegra y con pecas —opinó, viendo los hilos azabache en la cabeza de su hermana.

—No me gusta mucho mi cabello marrón —respondió con simpleza—, suertuda tú que lo tienes anaranjado.

La chica frunció su ceño, pero no dijo nada al respecto, entonces Cyia decidió seguir hablando.

—Te compré unos libros, ¿Sabes? Allá en Texas tengo una amiga a la que le gusta mucho leer, igual que a ti —le sonrió—. Hace unos meses tomábamos un café y de regreso pasamos por una librería —comienza a contar en medio de una risilla—. Se quedó pegada a la vitrina, embobada por un libro que había llegado nuevo, entonces entramos, lo compró y me habló de unos que me parecieron interesantes, así que te los compré.

—Gracias, Cyia —Mia agradeció, apenada—. Pero no tenías por qué.

Apenada porque el que Cyia viviera y trabajara en Texas, no significaba que tuviera mucha lana. Cyia dividía su paga quincenal para costear sus gastos y mandarle algo a su pequeña familia que con eso; la nana compraba la comida y con su pensión las cosas personales de ambas.

Mia tenía muy en claro que los libros eran bastante costosos, por lo que sintió una punzada de culpa, no quería ni imaginar la cantidad de dinero que su hermana mayor había gastado en los ejemplares.

—Sé lo que piensas, Mia. Y no me pesa gastar dinero en la gente que amo —habló ella, leyendole el pensamiento—. Además, ya sé que con el dinero que te mando a veces te vas al cyber a leer PDF en las computadoras, eh. Eso te daña la vista, Susej.

—No me llames así —la chica le dio una mala mirada, su segundo nombre no le gustaba mucho—. Y no me dará miopía ni nada, tengo lentes para leer.

—Igual, Susej —dijo para molestarla —Además, el PDF es ilegal, ¿No que te portabas bien?

—Es ilegal, más no me van a encarcelar por leer. Y si lo hicieran, no me importaría, porque amo leer y estaría en el bote con ganas —se alzó de hombros—. De paso, en las cárceles de aquí hay librerías andantes, sería una presa feliz.

Ambos nos equivocamos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora