Capitulo seis: Un último acto de amor.

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Todas las personas poseen un particular concepto acerca de qué es el amor, sobre todo cuando deben decidir entre quedarse a continuar luchando, o simplemente tomar distancia del protagonista secundario del concepto.

La decisión de Mia pasaba peligrosamente en un triciclo sobre una cuerda floja, solo esperando a que sus acciones la hicieran inclinarse hacia el lado que creía más conveniente.

¿Esperar a que Gertrudys despertase de su letargo y forzarla a continuar con su travesía en un mundo que ya conocía a la perfección? Con una vida donde las historias que ya había vivido se contaban solas con cada arruga de su piel, y también con cada anécdota que por su demencia senil ya ni recordaría, pero que había vivido al fin y al cabo.

¿Desconectarla? La sola idea causaba un silencio tenso en la existencia de la doctora Suarez, y la llenaba de un ineludible dolor el saber que era la opción más sensata. Si la abuelita despertaba, continuaría sufriendo y, lo más probable era que, su muerte fuese más trágica si continuaba dejando pasar el tiempo, reacia al vacío inminente que dejaría su partida.

¡Mia no quería ser egoísta! Por supuesto que no, el actuar de tal manera era lo último que se atrevería a desear. Ella era una mujer bastante empática y modesta, sabía perfectamente la sensación infernal que se vivía al ser la víctima de un egoísmo.

Con sus ojos cristalizados y su cuerpo siendo envuelto en los brazos del doctor Briceño, miraba cautelosamente a la mujer sobre la cama de habitación clínica, ante la vana espera de despertar de su siesta aparentemente perpetua.

Tenía que decidir sobre la mujer que la vio crecer, que le inculcó valores desde chamaca y que la consoló con sabios consejos al experimentar su primer corazón roto... La doctora Suarez recopilaba muchas de las vivencias junto a la anciana, nostálgica y entristecida por la situación.

¿Existe un límite para soñar? Por supuesto que no, la libertad de soñar es tan infinita como las estrellas del universo, los números, y la cantidad de razones que tenía Mia para querer retroceder el tiempo y volver a ser pequeña, para así tener la convicción de que su abuela tenía bastante salud y muchos años más por vivir a su lado.

Mia soñaba, anhelaba, añoraba —y todo sinónimo de implorar algo con sinceridad al destino— el poder tener a su figura materna un poco más, quería que la viera recibir su segundo título universitario, verla entrar a una iglesia con un hermoso vestido blanco y que le horneara esas deliciosas galletas de canela a sus revoltosos bisnietos.

Pero ya solo quedaba un minúsculo soplo de vida, uno en el que ella debía decidir si plasmar el humo de la partida en su corazón y sonreír con melancolía ante los recuerdos de las cenizas o; insistir al encender la vela que pedía a gritos estar en paz y dejarla recibir su fallecimiento en completa tranquilidad.

—¿Por qué los abuelos no duran para siempre? —inquirió Mia hacia la nada en medio de un sollozo. Lo que más dañaba a su frágil corazón era el hecho de tener un doctorado en cardiología, y no poder hacer nada para despertar a su tan estimada nana. La vida podía llegar a ser tan irónica...

Tras varios minutos, una mano temblorosa se posó sobre el hombro de la pelirroja, haciendola separarse del hombre con el que supuestamente contraería nupcias dentro de unos meses.

Cyia, su hermana, asintió apenas Mia le dio la cara. La mayor estaba igual de destrozada, pero en ocasiones así, es donde debe reunirse valor para aparentar ser fuerte y ser el escudo de alguien más, sin importar que ese escudo no sea tan resistente como aparenta.

Cada hermana a un costado de la cama, tomó una mano de su abuela, ambas besaron los nudillos y colocaron el puño débil y ligeramente gélido contra sus mejillas, con la intención de sentir un último calor, un último tacto.

Ambos nos equivocamos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora