Capítulo 5: Bea.

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Eliot mantuvo su mirada fija en la nada y a la vez en algo insignificante al despertar aquella mañana a causa de la alarma de su iPhone.

Pensaba en todas esas noches en vela que pasaba meses atrás con ella... En la cocina, preparando sandwiches con mermelada. En el sofá de la sala, viendo películas de terror; o simplemente en una de sus habitaciones compartiendo chismes y pintándose las uñas con gel transparente.

Apretó los labios en un vano intento de reprimir las ganas de romper en llanto, sus ojos se cristalizaron al recordar cuando su canción sonó por primera vez en la radio, ese día estaban almorzando con sus padres y compartieron una mirada cómplice.

Sus manos hicieron semejanza a las de alguien con inicios de Parkinson cuando a su memoria llegó el catorce de febrero, cuando ella le regaló a Valeria.

Sollozos poco audibles abandonaron su garganta cuando la imágen de ella sonriendo se plasmó nuevamente en su memoria, la chica chillaba con emoción y le besaba el rostro repetidas veces con el libro que él le había regalado entre las manos, era su libro favorito.

Su naríz se tiñó de un color rojizo y sus mejillas comenzaron a arder por la melancolía que lo avazallaba.

Eliot pensaba que llorar no te hacía manos hombres, pero igual le gustaba sufrir en silencio sus flashbacks de ese amor impetuoso que nunca tuvo la oportunidad de saber si era o no correspondido.

Ese es el secreto de Eliot, que busca en otra chica lo que no consiguió en una exactamente igual. Tanto física, como personalmente. A veces creía que estaba en un sueño, pero no era así, entonces se veía obligado a creer en la reencarnación.

—Eliot —una voz masculina lo llamó desde el umbral—, hombre, ¿estás llorando?

El susodicho tomó con inmediatez la decisión de mantenerse en silencio con sus codos apoyados en sus cuadríceps femorales y sus dedos revoloteando su cabellera rizada y caoba.

—Son las seis y media —le hizo saber el hombre, intentando no sonar tan serio ni tan sensible. Pues, no tenía idea de cómo actuar cada vez que su hijastro se encontraba en situaciones de ahogo—. Tu madre ya hizo el desayuno, apresurate si no quieres llegar tarde a la prepa.

El hombre de nombre Hugo bajó a la sala. Eliot sólo se permitió un par de minutos más para convenserce de que esa era la realidad, ella no estaba. Y NO estaría nunca más, por más que él intentara forzarlo.

Romeo y Julieta, así se describían ellos en la mente de Eliot; sus padres no eran enemigos, de hecho, no estaban ni cerca de serlo, pero ellos se sentían como los potagonistas de aquella novela Shakespereana por el hecho de que sus progenitores formaban un lazo amoroso, convirtiendolos a ellos en hermanastros.

No era un amor mutuo que Eliot supiera, pero en su frágil y enmendado corazón quería creer que sí.

Finalmente y al cabo de unos minutos más; Eliot se dió una ducha rápida, o al menos tuvo la intención, ya que disfrutó mucho de la sensación del agua mezclarse con sus lágrimas.

Salió a su cuarto con una toalla en su cintura y emanando un muy delicioso aroma a jabón de avena. Se colocó el uniforme de educación física, su madre se asomó por el umbral justo cuando el chico estaba atando las agujetas de sus RS21.

—No te dará chance de comer, mi amor —avisó la suave voz de su adorada madre—, ¿quieres que coloque tus pastelitos en un envase? Así te los llevas.

Él nego, levantandose al espejo de medio cuerpo con un peine en manos.

—No tengo hambre, mamá —contestó simple—. Comeré cuando venga.

Ambos nos equivocamos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora