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~Le contaré a cualquier extraño la mejor historia de amor.
Les hablaré de tu sabor. Pintaré frente a ellos con tu propio color, inyectado con fervor en mi interior.
Tienes tu propio esplendor. El mundo no es conocedor, pero yo sí. Pisaré un nuevo lugar, y respiraré tu olor~

(...)

Septiembre había llegado. Ese mes sádico y demoledor que, durante los hálitos de días previos, susurraba con maldad su anticipada llegada. Era, desde su punto de vista, un tanto criminal. 

Tuvo el mejor verano de su vida. De verdad. 

¿Quién dijo que las calles de Londres eran aburridas? Quizás había sido su culpa, por estar mortificado y enfrascado en los libros de texto y los exámenes largos que demandaba la universidad. Louis se encargó de demostrarle que había vida más allá; que sus ojos podían ver con témperas de color pastel. Louis era su mejor amigo. Se conocieron en el primer año de instituto, cuando ambos tenían doce años. La mayor parte del tiempo era un molesto dolor de cabeza, con voz aguda y Vans gastadas, pero se hacía de querer. 

Su amistad era honesta. Desde el momento en el que llegó el primer día de clases años atrás y se sentó en el único pupitre libre, el aura de Louis había calado su espíritu. Con el tiempo se atrevió a pensar que era mutuo, hasta que cayó en que, sin darse cuenta, ambos habían alejado a los demás y habían comenzado una revolución propia. Desde ese momento, fue algo eterno. 

Y realmente tenía que agradecerle a ese enano de cabello revuelto y mechones chocolate, con luceros índigos únicos y marinos y una nariz de botón; porque gracias a él, había descubierto la música y las luces, las noches largas y las veladas infinitas, los contactos de piel desconocidos y las palabras innecesarias. Había aprendido a ser un suave gatito de día, y un león salvaje por la noche. 

Pero todo acaba. 

En su caso, llegó con una llamada telefónica. Una llamada telefónica que definitivamente no esperaba.  

Cuando vivía en Londres, fue su hermana la que le recomendó fervientemente comenzar sus procesos de periodista cualificado en la Universidad de Londres. En la normal. En la que va todo el mundo que tiene cuentas de banco con telarañas y no se puede permitir una habitación en el campus universitario. Fue bien los tres primeros años. Hizo muchos amigos y se obligaba a sonreír cuando algún profesor le llevaba la contraria. Vamos, no podía correr el riesgo de que lo echaran… 

Sin embargo, durante uno de los muchos viajes que hacía su madre para “encontrarse a sí misma”, recibió la maldita llamada. 

Fue su padre. Sí, su padre. El mismo hombre que llevaba— ¿cuánto era? ¿desde hacía siete años?— sin hablar con él décadas y que desde hacía cinco años ni siquiera llamaba en su cumpleaños o el de su hermana. El divorcio fue algo ruín para la familia al completo, pero más lo era aguantar los chillidos de su progenitor y su estrés por llevar su propia empresa a lo más alto. Era una empresa de neumáticos. A él le daba un poco de vergüenza comentarlo en voz alta así que, por favor; vamos a omitirlo. 

Y ahí llegó su oferta; el verdadero detonante a la razón por la cual ahora se encontraba ahí. 

Su padre pudo poner cualquier excusa— yo qué sé; comentar que no llamó porque cambió de teléfono y perdió los contactos, asegurar que realmente los había buscado durante algún tiempo, indagar en la salud de sus hijos y palpar el desasosiego inminente y sólido que provocó su partida…—, así que a él le sorprendió escuchar que no había llamado porque había estado ocupado con la empresa. Ocupado. Con la empresa de malditos neumáticos. Durante cinco años. 

Un reflejo del amanecer || Joerick Donde viven las historias. Descúbrelo ahora