Santas Enfermas y Atrapadas

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A N A S T A S I A

El nombre del monstruo era Izumrud, el gran gusano, y había quienes aseguraban que él había excavado los túneles que se extendían bajo Ravka. Enfermo de hambre, engullía cieno y gravilla, excavando más y más profundo en la tierra, buscando algo para satisfacer su hambre, hasta que fue demasiado lejos y se perdió en la oscuridad.

Tan solo era una historia, una que se le contaba a los niños, pero en la Catedral Blanca la gente tenía cuidado de no alejarse demasiado de los pasadizos que se enroscaban alrededor de las cavernas principales. Unos extraños sonidos reverberaban por el oscuro laberinto de túneles, gruñidos y ruidos inexplicables; y los fríos momentos de silencio quedaban rotos por unos siseos sordos que podían no ser nada o podían ser los sinuosos movimientos de un cuerpo alargado que se acercaba serpenteando por algún pasadizo cercano en busca de presas.

En esos momentos, era fácil creer que Izumrud seguía viviendo en algún lugar, esperando a que lo despertara la llamada de los héroes, soñando con el banquete que se daría si algún niño desafortunado caminara hasta su boca. Una bestia de esas características descansa, no muere.






Tolya y Tamar llegaron una vez, en los primeros días. Hartos de que Anastasia se rehusará a siquiera a moverse. Anastasia estaba sentada en su cama, la mirada perdida en las mantas sobre sus piernas. Se negaba a comer y a dormir, harta de pesadillas y los peores sueños, los de esperanza, los de su familia, los de un príncipe. Tamar y Tolya hablaban, pero Anastasia no reaccionó a sus palabras hasta que Tamar le quitó las mantas, se sentó frente a ella y tomó su rostro entre las manos para que Anastasia la mirara.

—Anastasia. No puedes dejarlo ganar aún más. —Anastasia había guardado silencio, observando los hermosos ojos dorados de Tamar. Después habló con frialdad, pero sin soltarla—: No nos esforzamos en salvarte para que te dejes morir así, sin pelear.

—Nadie se los pidió —escupió y Tamar la soltó, furia en sus ojos, todo su cuerpo tenzándose.

Antes de que se fuera Tamar, Anastasia la tomó de la mano. Las lágrimas comenzaron a caer sin fin como una cascada voluminosa. Lloró y lloró, tomando la mano de Tamar, descansando en el pecho de Tolya. Soltó hasta lo último que tenía por llorar, gritó lo que tenía que gritar hasta que su garganta dolió. Anastasia no sabía todo lo que se había aguantado hasta ese momento.










Anastasia estaba en la cama junto a Alina. Su pelo blanco como la nieve que antes creaba, la piel se le pegaba a los huesos ligeramente, tenía profundas ojeras moradas, sus labios estaban secos, era el fantasma de la chica que antes era. Ambas eran solo un cascarón vacío, las chicas que eran no fueron sacadas de los escombros.

No hablaban mucho, sus conversaciones eran cortas o casi nulas desde que las rescataron de entre los escombros. Ambas chicas pasaban mucho tiempo en la habitación de la otra, viéndose comer, cepillando el pelo de la otra, solo recostadas sobre la cama, durmiendo junto a la otra. Más de una vez durmieron abrazadas mientras una o ambas lloraban.

Ambas habían fracasado, le fallaron a su propia gente, a un país, a sí mismas. No fueron suficiente para terminar con todo. Ahora estaban enterradas en una tumba de piedra blanca. Estaban débiles, enfermas y ahora solo eran dos cuerpos inútiles tendidos sobre camas incómodas.

—¿Hablaste con él? ¿Le preguntaste? —preguntó Alina junto a ella, jugando entre ambas, peleando con sus pulgares, llegaban así por horas tal vez.

Anastasia iba en ocasiones a un pequeño altar en una de las diminutas cámaras de la catedral. Se ponía de rodillas y rezaba, rezaba por largo tiempo. Pedia por tantas cosas, sin parar. A veces suplicaba por tanto que solo terminaba en silencio.

Hasta que los Mares Sean Polvo || Nikolai Lantsov Donde viven las historias. Descúbrelo ahora