Capítulo XXVII: You are my sunshine

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Capítulo XXVII

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Capítulo XXVII

Natasha se abrazó las piernas y escondió el rostro entre sus rodillas, conteniendo el mareo que apenas y la dejaba moverse. Lo que fuera que la doctora Zola le hubiera inyectado la había dejado muy mal. Dentro de la enorme mansión señorial, los ruidos del exterior eran apenas un murmullo, un rumor. Steve había hecho bajar las persianas de metal y su habitación había quedado en penumbras, alejándola lo más posible del exterior. Y aún así, ella sentía que algo no andaba bien: sentía un peso en el pecho que sólo podría interpretarse como un mal presentimiento. Se movió despacio por sobre la alfombra, casi arrastrándose hasta encontrar el baño. Allí, introdujo dos dedos en su boca y se indujo el vómito. Las arcadas subieron por su garganta y pronto llegó el alivio.

Permaneció unos momentos casi abrazada al inodoro, respirando agitadamente. Cuando al fin pudo levantarse, escuchó un enorme estruendo y comprendió que el presentimiento dejaba de serlo para convertirse en una espantosa realidad. Corrió hacia la salida más cercana, sólo para encontrarse con que Steve había dado la orden de no dejarla salir. "Es por su seguridad", dijo uno de los guardias. Sin embargo, ella no era la Viuda Negra por sentarse a esperar. Agachó la cabeza, dispuesta a obedecer y se retiró un par de pasos, sólo para coger impulso y correr hacia los guardias, desarmándolos en poco segundos. Un par de golpes efectivos y los seis yacían en el suelo, inconscientes.

Sin mirar hacia atrás, siguió corriendo, encontrándose fuera de los jardines de la Casa Blanca una pelea que nunca quiso ver. Por un lado, estaban los soldados de Steve, mejor equipados, mejor preparados y mejor entrenados. Por el otro lado, estaba un grupo variopinto de hombres, mujeres y chiquillos que apenas alcanzaban la mayoría de edad. Entre la muchedumbre reconoció a Rebeca, la chica que la ayudaba con los inventarios de armas, a Esmee, Julie y Aileen: todas ellas habían formado parte de su equipo. Más allá reconoció los uniformes de los muchachitos de West Point, policías, bomberos; incluso vio a Dorothy Johns, la anciana que les servía las raciones en el primer refugio. Gente entrenada por ella, gente apreciada por ella. Y en medio de todo el desorden, los golpes, los tiros y el polvo, Steve y Bucky, peleando mano a mano.

Por unos momentos, Natasha quedó sin aliento. No sabía que hacer, adonde correr, a quién ayudar. Finalmente, se dio cuenta de que no debía apoyar a nadie: tenía que detener aquello. Y lo intentó. Por alguna razón, Steve pareció espantarse al verla ahí y la alejó del fuego cruzado, alejándola de todo. Y en cuanto ella intentó pedirle que se detuviera, todo se fue a la mierda ante sus ojos. Ahora, corría por los pasillos de la Casa Blanca, desesperada por llegar junto a la doctora Zola. Giraron en la esquina que llevaba al pasillo donde estaba su laboratorio y la espía supo de inmediato que algo andaba mal. La puerta estaba abierta de par de par y un par de pies enfundados en botines militares se asomaba en medio de un charco de sangre.

Uno de los soldados sacó su arma del cinturón y se adelantó, dejando que el otro hombre y Natasha siguieran empujando la camilla que transportaba a un Steve que se retorcía de dolor y que palidecía más y más conforme pasaban los segundos. El hombre entró a la estancia y avanzó, llamando a la doctora, sin respuesta. Natasha empujó la camilla y entró también, notando que el cuerpo junto a la entrada era John Halpert, la mano derecha de Steve. Se asomó con cuidado, buscando a la mujer con la mirada. De pronto, sonó una pequeña alarma y desde el techo cayó un líquido espeso, negro y humeante que cubrió a los dos soldados. De inmediato, el laboratorio se llenó de gritos y olor a carne chamuscada.

Long live the kingDonde viven las historias. Descúbrelo ahora