Capítulo 5.

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   Mi plan célebre para tener un día de instituto totalmente tranquilo, era encontrar a Han y devolverle algo que no podía tener: el cómic. Era un tanto estúpido querer deshacerme de él pero era algo tan complicado de explicar, que duraría horas tratando de darle lucidéz al porqué... Sólo no podía tenerlo.

Dejé que mi padre me llevara ese día al instituto, y mientras íbamos en su coche, trataba de ocultar lo nerviosa que me estaba poniendo solo con imaginar las expresiones de Han cuando estuviera frente a él con el cómic que me había dado, en las manos. Papá me echó miraditas inquisidoras por el retrovisor, con la mandíbula contraída y las cejas profundas en un ceño reprensivo y falto de delicadeza. Estaba algo irritado por la idea de ir a pasar unos días con la familia de Trev a un pequeño pueblo a unos kilómetros de Berlín.

A papá no fue el único que la idea le pareció terrible, mortal y jodidamente fuera de sí. Mi madre pegó un grito al cielo cuando se lo comenté en la mañana y Mía había hecho hasta lo imposible por calmarla. Al menos, aún no tenía una respuesta definitiva por parte de ellos, lo que significaba que aún quedaba chance de tener su consentimiento.

Volví la mirada a la ventana cuando el coche se parqueó delante de un conjunto de edificios en tonos sobrios. El instituto West Germany era una construcción bastante tradicional, teniendo en cuenta que la ciudad no tenía muchas edificaciones con aquellos colores, matices y extensiones. Era muy grande, sus detalles clásicos y el ambiente gritaba Época Medieval. Aunque nada al interior se asemejaba a ello, era solo fachada.

Busqué con la mirada la camioneta Ford de Han antes de bajarme del coche de papá, preparándome y tomando cada segundo para mentalizarme y tener las ideas lúcidas y absolutamente claras. Habían tantos coches parqueados afuera que me constaba incluso encontrar el de mi novio. Bajé del coche con Mía siguiéndome, ensimismada en el móvil con los auriculares puestos en las orejas, por los que sonaban una horrible canción de rock ochentero que me estaba causando una jaqueca espantosa.

Ambas nos despedimos de nuestro padre y yo avancé hasta las grandes verjas de la entrada cuando vislumbré la coleta brillante de Meyth. Suspiré, aferrando mis manos a las mangas de las mochilas con aquel nervioso severo que recorría mis venas con furor indestructible. Busqué con la mirada, sin moverme del puesto, la dirección por la que había venido mi amiga y, al dar con la camioneta de color negro, me limité a avanzar a ella sin tantos rodeos.

Frente a ella estaban dos personas de similar tamaño hablando (o discutiendo, aunque no se veían enojadas): el señor Hunter, el padre de Han, y el susodicho. Ambos lucían un poco alterados, y el movimiento de sus manos y la cercanía con la que se dirigían el uno al otro, denotaba que estaban teniendo una charla bastante personal, íntima, por la que no me inmuté, en cambio, preferí acercarme más y, con suerte, aprovechar lo distraído que Han Garritsen se encontraba para darle el cómic y salir corriendo.

Sí, muy práctico todo.

Avancé con lentitud, sacudiendo los hombros y sintiendo unos cuantos cabellos golpear mis mejillas por la fuerte y fría brisa de esa mañana. Se suponía que el verano había pasado ya y que, al menos, un poco de calor tendría que haber dejado esa duradera estación, pero lo cierto era que incluso en el verano, en Berlín se te helaban los huesos.

Dejé de dar pasos en dirección al peligro cuando noté la postura relajada y perezosa de Han, comparándola con la sulfurosa y un tanto ¿divertida? del señor Hunter.

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