Capítulo 12.

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   Puede que Judith no hubiera exagerado al decir que había invitado a todo el instituto a su casa para celebrar su cumpleaños, pero la realidad era que la única persona del instituto que había aceptado dicha invitación, se encontraba sentada en uno de los sofás con un vaso plástico transparente con soda de limonada en el recipiente: esa persona era yo.

Tenía la mirada fija en todas las cosas que ella había utilizado para darle a su casa un ambiente festivo: globos azules repartidos por todo el techo, focos parpadeantes multicolor que le daban un toque de discoteca al lugar, una pequeña tarima situada al lado de las escaleras y encima de ella, unos parlantes de buen tamaño que, seguramente, debían sonar estúpidamente fuerte, cosa que provocase que los oídos te temblaran.

Estaba segura que su cocina debía estar repleta en pasabocas junto con bebidas saborizadas y un poco de alcohol que, seguramente, había comprado en un intento por complacer a los adolescentes que confiaba en que asistirían.

Pero la realidad era que de nada le había servido ir al supermercado y comprar todo el alcohol que consumirían más de cincuenta personas. E incluso me sentía tan mal por ella que había decidido quedarme a acompañarla contra todo pronóstico. No le debía nada, pero aún así, no podía cometer aquel desplante, marchándome de su casa cuando era la única persona que había decidido ir.

Judith no tenía familiares cerca; primas a las cuales hacerles una invitación a último minuto para que vinieran a ocupar el espacio que sobraba, que era demasiado. Sus amigas le habían cancelado a última hora porque, según Judith, sus familiares habían cogido un resfriado en algún paseo que hicieron por fuera de la ciudad. No quise hacerle saber que, probablemente, sus amigas sólo habían inventado aquella mentira estúpida para no ir a su fiesta, quizá porque ellas sospechaban que iba a suceder justo lo que estaba sucediendo: absolutamente nada.

Tampoco tenía a sus padres allí mismo. Me enteré, por sus propias palabras mientras la señora que trabajaba en la casa le ayudaba con la decoración, que ellos estaban en un viaje de negocios y que llegarían el lunes por la mañana; así que Judith tenía la casa a su entera disposición, podría hacer lo que se le apeteciera y no pasaría nada porque tenía permiso hasta para quemar los fusibles de la electricidad.

Volví la atención al vaso que tenía entre las manos y me lo llevé a la boca para terminarme el contenido. El gas de la bebida irritó un poco la garganta y me permití disfrutarla cuando apenas era una bebida de esas que acompañabas con un buen trozo de pizza. Judith, sentada en el sofá que quedaba frente al que yo estaba, se percató de mi vaso vacío y, con una sonrisa desanimada y un tanto forzosa, se echó hacia adelante para tomar la botella de gaseosa que estaba encima de la mesa de café. Me ofreció más bebida con la mirada, la cuál acepté con una sonrisa afable e hice todo lo posible para que ella no notara lo desanimada que me encontraba también.

Sonaba música por los parlantes, pero era tan animada y bulliciosa que gritaba, al mismo tiempo que sonaba, que aquel no era el ambiente que se merecía. Me movía de un lado a otro para intentar darle a entender que me estaba divirtiendo pese a todo (aunque fuera una mentira) e incluso lo hacía para darle ánimo a ella y a la señora que se estaba quedando dormida al pie de la escalera con una escoba en la mano.

Judith incluso se había puesto un precioso vestido azúl que combinaba con los globos y unos zapatos altos que estilizaban sus piernas. Aquél atuendo lo acompañaba unos aretes plateados que mi madre me había hecho el favor de comprar para dárselos de obsequio. Llevaba un bonito maquillaje y un peinado juvenile que destacaba sus dieciocho años ya cumplidos.

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