Capítulo 20.

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    El día estaba fresco, luminoso, dentro de poco, podía verse la claridad filtrándose por las grandes puertas corredizas que daban al enorme patio de la casa de los Garritsen. Estuve toda la mañana sumergida entre las plantas que poblaban aquella hectárea que sufría el invierno a todo su esplendor; las flores un tanto endurecidas por el frío de la temporada, los árboles huecos por la época en significancia y el pequeño lago a una poca distancia sufriendo y pareciendo la ausencia de animales.

Me conecté con la pequeña porción de naturaleza que me brindaba aquél patio para pensar las cosas con más claridad, para creer que mis acciones eran las correctas y que no podía arrepentirme de haber cruzado la barrera de la amistad con una persona que, hasta entonces, conocía el significado y había vivido en carne propia lo que era ser amigo como para estar dispuesto a sacrificarlo y convertirlo en algo más.

Han había dicho que le gustaba. No encontraba palabras minoritarias, sinónimos, para ser de aquella confesión más digerible y abofetarme en el proceso por no haber sido capaz de devolverle aquella confesión con el mismo sentimiento que mi persona tenía hacia él.

Lo pensé demasiado. Lo medité hasta el cansancio, hasta el punto de que la cabeza me dolió y tuve que ir a la cocina en busca de una pastilla que me lo aliviara. No desayunaba aún, puesto que la las doce del día no era una hora apropiaba para digerir unas simples tostadas con café.

Esperé, sentada en la pequeña mesa de la cocina, con los codos encima de ella y mi cara enterrada entre mis manos, a que la señora que se encargaba de preparar los alimentos mientras los padres de los mellizos se encontraran ausentes, a que me sirviera algo de comer que funcionara como mecanismo para luchar contra los retorcijones de mi estómago.

Me encontraba tan hambrienta y nerviosa que la señora fue capaz de notarlo y echarme unas miraditas de precaución que delataban la preocupación que crecía dentro de ella mientras sus manos actuaban sobre la estufa, revolviendo aquella sustancia blanca que se me era familiar.

—¿Se encuentra bien, niña Holland?

Despegué el rostro de las manos para encontrarme con el perfil de Mounn, mirándome con uno de sus ojos como a una niña que esperaba impacientemente su regalo de Navidad en el mes de Halloween.

—Sí... creo —me limité a darle una engañosa y forsoza sonrisa que la obligó a centrarse completamente en su labor pero que, al mismo tiempo, la mantuvo en la conversación por sacarme los motivos de mis males.

—Estás algo pálida, ¿estás enferma?

—Si lo estuviera mi madre sería la primera en anunciármelo.

—Ah, sí, la señora Chase es enfermera, ¿no?

Asentí, inútilmente porque el enfoque de la señora Mounn estaba centrado meramente en lo que cocinaba.

—Sí, y de las mejores.

—Ya veo —atisbé una pequeña mueca en sus labios—. El joven Han ha estado igual estos últimos meses.

Se movió por la cocina como si la conociera de toda la vida (literalmente) y como si de ella no hubiera salido tal confesión que fue capaz de dejarme lívida por varios minutos. Le otorgué el silencio suficiente para que fuera capaz de continuar, pero conocía a aquella señora tanto como conocía a mi abuela: ambas eran personas que no iban a hablar hasta que uno no fuera capaz de demostrar un verdadero interés. Ella quería que le preguntara, que la interrogara como un detective lo hacía con el criminal más peligroso apresado en la oficina de interrogatiros. Quería ver mi agonía por saber a través de mis súplicas, de mis ojos sedientos, de mis manos inquietas. Sabía que aquella mujer llevaba de nombre Rosa Maunn llevaba con los Garritsen desde antes de yo poner un pie en esta casa por primera vez, que ella conocía a esa familia tanto como mi abuela me conocía a mí, que ella sabía de los miembros tanto o incluso más que ellos mismos.

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