Capítulo 16.

369 52 12
                                    


   Había notado el mal clima un par de calles antes; el viento soplaba fuerte, arrastrando las rojizas hojas de árboles que sufrían la estación otoñal y los residuos de basura que algún descorazonado había tirado al suelo. El cielo estaba gris, sin nubes, con apenas el sol brillando y asomándose por el horizonte. Unos cuantos truenos habían sonado, asustándome cada vez que el cielo relampagueaba anunciando que trueno se avecinaba.

Yo andaba medio entumecida y aferrada al abrigo que llevaba encima, protegiéndome del frío mientras el viento enfurecido me daba en el rostro, provocando que mi cabello me golpeara en cada centímetro que fuera necesario. Han, en cambio, caminaba tranquilamente con las manos dentro del abrigo de lana azúl marino, inexpresivo, silencioso, y evitando que sus zapatos hicieran ruido alguno.

No habíamos hablado mucho. De hecho, no habíamos hablado de nada. Por mi parte, un nervioso estúpido se colaba en mis entrañas al recordar sus dedos entrelazándose con los míos. Era una sensación que me ocasionaba todo tipo de sensaciones indeseables; sensaciones que traté de guardar mientras seguía con mi vida como si no las estuviera experimentando como una tormenta salvaje y furiosa. El silencio que manteníamos me ayudaba a no pensar mucho en ellas y centrarme en la tormenta que se avecinaba; podría ser una llovizna ligera, tal vez, o una lluvia incesante que tardaría como tres horas en concluir.

Odiaba los días lluviosos.

Los detestaba tanto que, incluso prefería permanecer una hora bajo en sol sin protector solar, exponiendo mi piel, a cambio de ese mismo lapso de tiempo al aire libre mientras el cielo desprendida torrencialmente el agua que ya no quería.

Comprendía que habían pasado años desde eso y que, probablemente ya tenía la edad suficiente como para superar la situación y dejar de culpar a la naturaleza. Pero se me dificultaba cuando habían días así. Días fríos, grises, opacos y como si no existiera otra cosa más que la tristeza. De hecho, fue así cómo me había sentido ese día, cuando caminaba por la calle de la mano de mi madre, con sólo diez años y añorando cada segundo poder esfumar el nerviosismo y concretarme en repasar el guión de la obra escolar.

En sí, la anécdota era bastante tonta, pero había arruinado el sueño de una pequeña que, en aquel entonces, quería protagonizar todas las obras en la primaria.

La lluvia había arruinado el vestido que llevaba puesto para la presentación. Era grande, precioso, brillaba incluso por las escarchas que tenía en la falda. Por aquel incidente no había podido participar en la obra y, aunque mi madre insistió bastante en que otras obras vendrían, la Holland de diez años creía que no se podría ser Blanca Nieves dos veces en la vida.

Lo peor había sido que la niña con la que me llevaba faltal suplió mi papel. Por lo que empecé a detestarla todavía más.

Lo más seguro es que ella ni siquiera se acordaría de lo que pasó aquella vez porque hablábamos de vez en cuando. Aunque yo todavía le tenía cierto recelo sin que lo mereciera. Pobre Kira.

Volviendo al presente, odiaba la lluvia. Incluso llegué a estar dos días enteros sin bañarme cuando tenía diez porque la ducha me la recordaba. Puede que la anécdota no fuera interesante y divertida, pero si asquerosa y vergonzosa. Jamás se la contaría a Han.

Aunque dudaba visiblemente a que fuera a contarle algo esa tarde. Ambos caminábamos tan callados y camuflados con el ambiente que, lo más probable, era que él ni siquiera me notaría. Por lo que el silencio, la lluvia que se avecinaba, el picor en los dedos y el frío que hacía, me obligaban a divagar en cosas que no quería sumergirme: como en Markus volviéndose más cariñoso conmigo y menos insufrible y Trevor más distante e igual de idiota.

HANDonde viven las historias. Descúbrelo ahora