Capítulo 40.

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Sólo me queda por decir: cometen muchísimo y voten.

|Han|

     Esa tarde, igual que las anteriores, la moto brillante de tonalidades oscuras y franjas calavéricas, se estacionó frente a mi casa y mi madre me echó una ojeada desde la sala antes de siquiera tomar el pomo de la puerta.

Tuve que dar un par de pasos en su dirección con la expresión férrea que me acompañaba esa tarde y darle un beso de despedida cuando abandonó los planos que llevaba en las manos y me tomó los laterales de la cara, instándome a toda costa a mirarla a los ojos.

—¿Tengo que preocuparme y reservar una celda, cariño?

Puse los ojos en blanco, como todos los días, dejando la guitarra a un lado del sofá para envolver sus manos entre las mías para llevármelas a los labios y darle uno cuantos besos para tranquilizarla.

—Te repito lo mismo de siempre, mamá: sé cuidarme.

—Me quedaría más tranquila si pudiera confiar en ese muchacho.

Asentí pausadamente, comprendiendo que tanto para ella como para el resto de los miembros de mi familia era igual de inaudito como inverosímil que de la nada Xian y yo nos reuniéramos en las tardes como solíamos hacer hace unos cuantos años atrás; que era incluso inédito que llevara conmigo a mi guitarra y regresara con ella tan intacta como cada centímetro de mi piel.

Al principio de la semana, al día siguiente de que Xian se apareciera en mi tienda dispuesto a arreglar las cosas, cuando los reuní a todos en la cena para contárselo, ninguno me creyó. Mi padre, por primera vez en años, se había reservado sus comentarios graciosos y ni siquiera hizo el intento de disimular la enajenación en su expresión ante mis palabras. Aguardó en silencio. En cambio, mi madre, arrugó la frente y se olvidó por completo de su filete para tomar un poco de agua dado que sus mejillas delataron el desconcierto por medio de ese tono escarlata que las adornó.

Me preguntó muchas veces si me había amenazado para que lo escuchara; si había actuado con intenciones cuestionables en contra de Judith o de la mismísima Holland, o si, por primera vez en mi vida me había drogado como para estar dispuesto a escuchar cualquier palabra que proviniera de él.

No me ofendí; en cambio, les expliqué y traté de ser lo más detallado posible para que no quedara duda de que Xian y yo habíamos empezado una tregua en donde ambos intentaríamos recuperar la amistad fragmentada de años atrás.

Mi hermana, al igual que mi padre, se reservó sus palabras para el final de mi relato mientras saboreaba el postre al que se había adelantado.

Después de escuchar las amables y útiles recomendaciones de mi padre, Jaehee abandonó la cucharilla y apartó los ojos de la copa para clavarlos en mí.

Admitía que en esos momentos me sentí como un cervatillo indefenso, intimidado y acorralado por las garras de su depredador.

—¿Crees que valga la pena? —su tono fue tan firme y contundente que incluso me permití unos segundos de meditación para dudar y reformular mis intenciones.

Me sobraban las razones para decir que mi hermana era una de las personas que más influían en mi vida, que cada palabra, gesto, abrazo que proviniera de su parte era atesorado por mi alma como un diamante que desbordaba poder a través de su brillo ignotizante. Entendía y aceptaba cada cosa suya porque la conocía y sabía que jamás haría algo para perjudicarme, que era tanto el amor que ella sentía por mí que era capaz, incluso, de sacrificarse ella misma para que yo estuviera seguro y a salvo.

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