Capítulo ocho.

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Relojero

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Relojero...

Veo su imagen. Tan alta, tan esbelta, hermosa, tan malditamente superflua y vana. Algo totalmente perfecto, tanto al punto de querer destruirlo. De querer que sepa lo que se siente estar destrozado, roto, ser una maldita cosa descompuesta e invisible.

Mi teléfono suena.

—¿Qué?

Pidió ayuda a su padre, es cosa de tiempo hasta que te interroguen.

—Lo sé, tarado. La tengo bien vigilada ¿Consiguieron las grabaciones de las cámaras?

Así es. No las pudimos extraer, pero si destrozarlas. Se modificaron tantos códigos del video, que es prácticamente imposible repararlos.

—Bien.

Finalicé la llamada.

Me encargaría de que esa maldita no viera la luz del día por mucho más tiempo y todo seria mío. Y haría que el otro se arrepintiera de haberme cambiado por cualquiera que se le cruzara.

—Idiota —murmuré.

Sentía unas ganas atroces por destruirla, por hacerla sufrir que eran casi inhumanas.

¿Había algo mal conmigo? Probablemente sí.

¿Era una obsesión? Definitivamente.

¿Tenía un asombroso plan? Ya lo creo.

¿Había riesgos? Claros que los había. Estaba consiente de que podría caer en mi propia trampa en cualquier momento; solo hacía falta el mínimo descuido, sin embargo, si yo caía, primero me aseguraría de que Sophia Adams estuviese enterrada en un ataúd.

Un último disparo [Vittale #3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora