Adirael Inferno;
Rezar era un acto cruel que se ejecutaba para la orden de la sumisión. Arrodillarse y dar gracias por poder comer y tener salud se alababa como el mayor grado de obediencia y veneración hacia Dios. Existían varias y distintas formas de acatamiento de las mismas leyes impuestas en las religiones. No obstante, en ninguna se defendía el derecho a no guardar respeto hacia ese ser divino. Por ende, se excluía libertad.
De las mismas formas, yo también exigía ese respeto que me merecía. No por tener sangre divina y provenir de un linaje de sangre sagrado, sino porque yo mismo imponía y me daba a respetar. A veces, incluso podía permitirme el lujo de recordar y afirmar que era el príncipe del terror.
No era el sabor a tortura lo que me preocupaba. Tener a Catalina de rodillas con una copa rota en la mano, el líquido vino granate que descendía por sus labios, la excitación que provocaba el derroche del alcohol de la clavícula al escote y el rímel corrido no era tormento ni angustia para ella. Ella disfrutaba esto mucho más que yo. Y había muy pocas maneras de pasárselo mejor que el diablo favorito de todas las pequeñas y grandes pecadoras.
La leve brisa destilaba alrededor de mi figura como una montaña rusa a punto de caer y desatar el caos de la marea. Me hizo cerrar los ojos por unos instantes, deleitarme con los sentidos humanos y percibir de cierta forma el anhelo de la gloria bendita, aunque no la fomentara. El viento me golpeaba el cabello con frenesí y la aguda melodía del océano regalaba una paz a mis oídos muy satisfactoria. Mareé un poco el vino que tenía en la copa y le di un sorbo en el que fui saboreando poco a poco.
Y ahí estaba yo, en la parte delantera del barco con los codos apoyados sobre la barandilla, observando como Catalina se arrodillaba ante una figura tan esbelta como yo. Analizaba sus acciones y rebajaba su importancia y su valor como persona. Su presencia era nula. No se daba a respetar y por ende, no tenía porque agrandar su dignidad diciéndole lo que quería oír. Así no funcionaban las cosas. No para mí.
No quería quedarme y ella lo exigía. Hacía mucho que no pisaba estas tierras y eso le jodía, le escocía y dolía como la inquisición de un ser querido. Por supuesto, yo no volví por ella y eso le picaba aún más. Y a día de hoy seguía sin entender que nunca podría prometerle nada.
—¿Te gusta que me arrodille ante ti como hace años?—inquirió con la penetración de unos ojos altamente seductores, los mismos que me engatusaron el primer día que la vi—. ¿Te acuerdas como nos la pasábamos?
Sí. Era imposible olvidar el rango de fuego e intensidad que dejaba esta mujer en la cama. Además, tenía una personalidad muy fuerte que hacia temblar a cualquier hombre sin tan siquiera quitarse la ropa. Y eso muy pocas mujeres podían lograr.
Era una de esas pocas mortales que podía llegar a confundirme.
—Levántate—exigí.
—La sumisión no es un pecado, Adirael—me explicó como si no tuviera idea—. Si quiero arrodillarme y bajar la cabeza ante alguien como tú es porque yo he elegido. Y antes de que digas algo, no espero nada de ti a cambio.
—Nunca me has pedido nada a cambio y eso es algo que admiro. Aunque, indirectamente, pides afecto de un monstruo que no puede entregarte nada porque así es lo que él desea.
—¿Crees que busco afecto o placer?
—Buscas que te quieran al punto de la obsesión. Que te amen, te valoren y que te follen como un malcriado sin límites que valgan.
Catalina abrió los ojos impresionada, extrañada. Asintió y se levantó del suelo un poco sobrecogida. Se acomodó el vestido y se echó el pelo hacia atrás en un intento de pasmo.
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|ENTRE CAÍDOS|©
RomanceLucifer tuvo tres hijos que fueron enviados desde los cimientos del infierno a la tierra. Cada uno de ellos poseía la virtud del demonio. Adirael, Azatriel y Agares son egocéntricos y soberbios, mezquinos y groseros, con el atractivo de unos cuerpos...