39 || ENTRE CUATRO PAREDES||

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Zahara Evans:

2 años más tarde;

Los días pasaban y la eternidad en la que vivía se había convertido en absoluta soledad. Me había convertido en lo que siempre había intentado evitar, en lo que repugnaba al verlo en otras personas y en lo que tendía a menospreciar. Todo ello por agonía, o simplemente por ego; tal vez en este caso iban de la mano.

Los sueños se quedaban en sueños incompletos e inconscientemente deseados por el nivel al que los habíamos idolatrado, eran como pequeñas piezas que intentábamos encajar de manera que dieran forma a nuestro futuro, pero aquel futuro del que siempre habíamos hablado nunca había estado tan lejos.

Y qué pena.

No podía creer el hecho de haberme arrodillado ante Adirael, el hecho de haber bajado la cabeza ante el rey de la malicia. ¿Había  caído tan bajo? Porque definitivamente, él no era mi rey, no era la alteza de la que presumía de niña, ni mucho menos el encantador príncipe que podía sacarme del subsuelo del infierno, ni aún siendo él su gobernante.

Un abusador de conciencia sin alma ni caridad, sin cortesía ni amabilidad; un diantre desdichado con un corazón de acero que relucía con el color anaranjado del fuego en las pupilas grises de sus ojos.

¡Un puto maniático controlador!

Esa orden no fue la de un rey a su súbdita, esa acción fue de un egocéntrico narcisista a su presa recién llegada a la vida. En el instante noté como sus garras afiladas desfilaban por mi seca garganta aún sin tenerlo cerca, de tan solo recordar la indiferencia a la que estaba sometida. Su marcada y definida mandíbula abrazó el sentimiento de autoridad que Adirael destilaba en su máxima exposición.

Me quedé en el suelo tirada, prácticamente paralizada y sin entender absolutamente nada. Ese día sentí el ardor de su mirada clavada en la sien mientras yo tenía agachada la cabeza.

Y lo que más dolió de todo eso fue la vergüenza a la que fui sometida.

...

Agares llamó durante varias semanas, en ninguna de sus llamadas pude contestar. Escuché que se había pasado también por casa, ya que hacía tiempo que me había mudado. No se si mudarse era el término adecuado a un traslado a la fuerza, pero se entendía la referencia. Lo importante es que ya no me encontraba en la ciudad.

Y sin embargo, nunca supe nada más de Adirael, ni siquiera de sus apreciados hermanos a los que tanto hacía honor. Tal vez hayan vuelto al infierno, o puede que se hayan trasladado a otra ciudad. Tampoco hice el esfuerzo en averiguarlo.

Estaba tan confundida y todo era simple teatro.

Llevaba varios meses sin comer bien, o siquiera de comer algo sin vomitar del asco. No entendía muy bien el efecto de las drogas en mi cuerpo, pero sin duda alguna me ayudaban a dormir. Y eso era algo que anhelaba tanto.

Un chasquido de dedos me inquietó al punto de poner mi atención en la persona que tenía delante. Los sonidos inquietos qué hacía golpeando el suelo con el zapato iban acorde a los segundos del reloj antiguo que estaba colgado.

Me llegó a impacientar.

—Prosigamos, señorita Evans—escuché como alguien murmuraba a escasos metros de mí.

El hombre qué tenía delante medía nada más y nada menos que 1,90 de altura, lo supe ya que al estar tanto tiempo encerrada, el ser humano tiende a entretenerse con cualquier cosa, y no por el hecho de desear estarlo, sino de evadirse.

Tenía el pelo negro azabache, sus mechones rizados caían ligeramente sobre su frente, haciendo contraste con sus cejas oscuras y marcadas. Su fina nariz y su esbelta figura era lo único que relucía entre las cuatro paredes en la que estábamos metidos, y muy a mi pesar no siempre lo tenía a él delante, observándome con el verde selva de sus ojos. Su piel hacía una perfecta sintonía con su mandíbula, que apretaba este con fuerza cuando se ponía serio, que era prácticamente todo el tiempo. La camisa blanca levemente cerrada dejaba admirar la gran V que se marcaba aún de lejos, con la cual me costaba aguantar la mirada.

|ENTRE CAÍDOS|©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora