Una noche algo cambia. Hace calor y el establecimiento ha sacado las mesas fuera. Yo también he cogido posición en la terraza. Mi concentración está dividida entre las explicaciones que una chica joven le da a otra -sobre cómo va a dejar a su novio por estar enganchado al fútbol y no destinarle un tiempo a ella- y enrollar mis espaguetis en la cuchara sin que se escurran, caigan en la salsa y me salpiquen la ropa. Cuando lo veo entrar. El hombre de la gorra. Nos miramos con la simpatía que proporciona la costumbre y sigo a lo mío. Sin embargo, al poco rato, siento una presencia que se acerca a mi mesa y se sienta frente a mí. El hombre de la gorra. Le miro perpleja y me devuelve la mirada, ladino. En ese momento, le traen otro plato de espaguetis y otra copa de vino. Blanco, como la mía.
Ambos comemos, intercambiamos alguna mirada de reojo, pero ni una palabra. ¿Quién me iba a decir a mí que iba a formar parte de una de esas parejas prisioneras del silencio? Finalizo. Podría levantarme rápidamente, incómoda, o hacer como que miro el móvil, pero no lo hago. Apoyo la espalda en mi asiento mientras degusto mi bebida y le contemplo, sorprendentemente tranquila. No me altera su comportamiento.
Una película de sudor le cubre la frente y con la servilleta se limpia una gotita de salsa que ha manchado su bigote. De cerca, no parece tan mayor. Tal vez, tenga mi edad. Tal vez, incluso tenga unos añitos menos. Sus ojos son grandes, verdes oscuros, cuando de lejos me habían parecido castaños y tiene un párpado ligeramente más caído que el otro, decorado por una pequeña cicatriz. Huele bien, no es a perfume, pero es un aroma agradable. No vislumbro ninguna otra particularidad más en él. Es normal, lo que le hace perder bastantes puntos de artista bohemio. Ante estos pensamiento, río para mí y de mí misma. Cuando termina su cena, él también se reclina y me mira. Ambos nos estudiamos. En más de una ocasión, estoy apunto de echarme a reír, pero me contengo. Y menos mal, es la primera de muchas noches similares. Al menos durante un par de meses.
A menudo, yo ya estoy allí cuando él llega, pero sí se me adelanta, pido a los camareros que me lleven la cena a su mesa y me siento frente a él. Ni siquiera nos saludamos. Desconozco su nombre o cómo suena su voz. No sé su edad, de dónde viene o a dónde va. No obstante, en ese ritual silencioso de los viernes por la noche, se ha creado cierta familiaridad. Siempre cenamos lo que el otro ha pedido. Supe así que no le gustan los peces, porque cuando tocaba pescado, jugaba más con la comida y no hacía falta ser muy lince para descifrar los gestos de su cara. Aunque se lo comía y eso me hacía gracia. Sin embargo, desde entonces, me abstengo del producto del mar en estos encuentros. Sé cuando un alimento es novedoso para él porque lo saborea despacio y si no, engulle. También sé que no es pintor porque sus manos siempre están limpias y sus uñas bien cortadas. Si está mal, sus ojos no lanzan sus chispitas habituales. Se le pueden leer las emociones en esos ojos preciosos. Y si está contento, fácilmente se le sale la sonrisa e intenta ocultarla concentrándose en su plato y apretando fuerte los labios, pero le delatan esos hoyuelitos tan divertidos.
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El Misterioso Chico Que Cena Conmigo
FanfictionQue Juan Pablo Villamil es mi crush sí, pero que esta historia sea sobre el chico del banjo de Morat es otra cosa... ❤