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Termino de escribir y envío el texto a la redactora responsable de la sección. "Mi vecino o un Don Quijote moderno", lo he titulado. Espero su respuesta para saber si me tengo que inventar otra cosa, pero estoy casi segura de que me dará el "ok". Ese chico tiene la extraña y maravillosa habilidad de inspirarme.

En cuanto obtengo la contestación afirmativa que esperaba, me dejó caer sobre el sofá. Necesito dormir. Ya escribiré más tarde algunos artículos más para otras revistas y si la mayoría me los aceptan, con un poco de suerte, llegaré a final de mes con cierta holgura. Para variar.

La pequeña crónica sobre el anónimo Don Quijote actual se publica al día siguiente. Llevo más de veinticuatro horas sin tener noticias de Juan Pablo, sin ni siquiera escuchar martillear la tubería, pero no logro quitármelo de la cabeza. ¿Se le habrá pasado ese episodio agudo de desamor?

Por la mañana, temprano, cuando todavía la bruma no ha ascendido a las montañas y el rocío humedece la hierba del parque, me acerco al tendero de la esquina para hacerme con un ejemplar de la revista y se la cuelo a mi vecino por debajo de la puerta. "Está noche no te he oído tocar. Si estás pensando en volver a emborracharte, llámame", añado en una nota.

Tras todo el día fuera de casa, cuando llego, me encuentro en la puerta una cajita de bombones con un papelito bien doblado. "Intuyo que lo de Don Quijote más que por hidalgo caballero es por loco y delirante. Disculpe la escena de la otra noche y un gusto ser retratado por tan excelente pluma."

Suelto una risita. La situación me intriga y me divierte. No obstante, decido dejarlo estar para no resultar pesada y que la relación fluya como lo ha hecho hasta ahora: a su libre albedrío. El componente sorpresa me provoca una adrenalina a la que no estoy dispuesta a renunciar.

Durante mis momentos de descanso en casa, que a lo largo de la semana son pocos, me mantengo alerta a los ruidos y sonidos. Por fin, a la madrugada del séptimo día, las notas del piano atraviesan la pared y me alcanzan suavemente. Más tarde, la tubería y poco después, la puerta se cierra y el leve crujido de la madera del rellano y las escaleras anuncian que mi vecino ha salido de casa. Y me pregunto si esa noche nos veremos de nuevo, en la cena.

Empieza a refrescar. Se nota la llegada del otoño. Aunque los arbustos cercanos todavía tienen flores, que expanden su aroma. La terraza está prácticamente vacía. Me siento y me envuelvo en un chal, observando mi alrededor antes de ser atendida. Entonces, le veo salir del local seguido por un camarero que lleva una bandeja con nuestra cena y nuestro vino.

Lo miro. Lleva varios días sin afeitarse y las greñas del cabello asoman bajo su gorra. Sus ojos enrojecidos no son capaces de esconder esa mirada triste. Me doy cuenta de cuánto me gusta eso en él, de la relación tan peculiar que mantenemos. He aprendido a leerle los silencios y las palabras no crean máscaras entre nosotros.

Él también me observa. Espera una reacción por mi parte. Quizás cree que después de la otra noche, las palabras deberían entorpecer nuestros encuentros vespertinos. Pero no es mi deseo que lo hagan. Le sonrío brevemente, meto la cuchara en el plato y me la llevo a la boca. El caldo está en su punto de temperatura. Y continúo cenando. Cuando le vuelvo a mirar, él ya se ha puesto la servilleta de tela al cuello, a modo babero y se toma su sopa mientras me lanza miradas de reojo. Como siempre.

Esa noche, al finalizar, permanecemos un rato de sobremesa silenciosa, estudiándonos los defectos de nuestros cutis juveniles. Él se levanta primero y se marcha, sin entrar a pagar. Asumo que la tusa le ha hecho perder la memoria y alzo la mano para pedir la cuenta.

- El caballero pagó todo con antelación- me informa la dueña- ¿No se lo ha dicho?
- Se le ha pasado ese detalle- comento asombrada. "Se está saltando las reglas. Primero unos bombones, luego paga la cena... Si su intención es sacarse un clavo con otro, conmigo va listo."
- No hablan ustedes mucho, ¿no?- pregunta la mujer y descubro en su voz un tono de curiosidad.
- Para lo que hay que decir... ¿No le parece?

Me levanto de la mesa y le entrego una propina. Luego me dirijo a casa, dispuesta a solucionar cierto asunto.

El Misterioso Chico Que Cena ConmigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora