42. Pérdida.

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Estoy en posición fetal sobre la cama del hospital.

Llevo un par de minutos despierta, pero con los ojos cerrados escuchando el sonido del monitor de mis latidos y nada más. No sé si estoy sola, no sé si mis padres saben que estoy aquí, no sé si ya saben lo que sucedió y creo que el temor de abrir los ojos y encontrarme con su mirada reprobatoria es lo que me mantiene con los ojos cerrados de forma hermética.

No se suponía que esto pasaría.

No sé suponía que terminaría la noche en una sala de urgencias con una hemorragia.

No sé suponía que dos adolescentes tuviesen que enfrentarse solos a un aborto espontáneo, a una pérdida de esta magnitud.

Tampoco se suponía que el embarazo que tanto miedo y ansiedad generó en ambos sería un embarazo ectópico destinado a fracasar.

Los calambres habían sido una señal de que algo andaba mal, ¿pero como saberlo? Ninguno de los dos sabía que algo así podía pasar y estábamos demasiado ocupados pensando como darles la noticia a nuestros padres y como repercutiría en nuestros futuros, y ahora la pequeña vida que debía crecer en mi interior ya no existe.

¿Debería sentirme aliviada?

¿O debería sentirme abatida por la vida que nunca estuvo destinada a ser?

No sé cómo debería sentirme, pero independiente de ello, las ganas de llorar me oprimen el pecho hasta que finalmente comienzo a hacerlo. Gruesas lágrimas descienden por mis mejillas hasta la almohada, al principio en silencio luego, comienzo a sollozar en voz baja y finalmente me encuentro ahogándome en un llanto que parece que no acabará jamás.

—Alina, nena —susurra una voz que me obliga a abrir los ojos.

—¿Mamá? —musito al tener la visión borrosa por las lágrimas, pero al parpadear y percatarme de que es ella, mi llanto aumenta—. ¡Mamá!

—Tranquila nena, aquí estoy —me asegura cuando me abalanzo sobre ella y continúo llorando contra su pecho.

Me da palabras de aliento, me dice que me ama y que todo estará bien, sus manos acarician mi espalda y su calor corporal contrasta por completo contra lo frío que siento mi cuerpo, y la combinación de todo eso comienza a calmarme. Dejo de sollozar al cabo de un rato, sintiendo mi garganta arder por la resequedad, hipo de vez en cuando por el llanto pasado y las lágrimas comienzan a disminuir en cantidad, hasta que ya no son más que una mancha en mis mejillas y en la camiseta de mi madre.

—Lo siento tanto —susurro sin moverme.

Si está aquí ya debe saberlo todo, al igual que papá.

—No tengo nada que perdonarte —asegura ella acariciando mi cabello—. Estás bien, estás viva y en perfectas condiciones. Eso es todo lo que me importa

Sus palabras casi me hacen llorar de nuevo, pero no me permito hacerlo, no de nuevo. Necesito verla a los ojos, ver si sigue mirándome del mismo modo en que me mirado por los últimos años desde que tengo memoria, o si ahora el amor ha sido empañado por la decepción y la vergüenza. Pero para mí sorpresa, solo consigo alivio en sus ojos azules, alivio y el incondicional amor que me ha profesado durante años.

—Debí decirte apenas lo supe mamá, pero estaba tan asustada de tu reacción —hablo de nuevo—. Tenía tanto miedo de decepcionarte a ti y a papá y que cambiaran la imagen que tienen de mí

—Jamás podríamos mirarte de otro modo Alina —afirma acariciando mi mejilla—. Somos tus padres y con nosotros podrás contar incondicionalmente hasta el día que dejemos de existir

Mil razones para estar contigo. Serie Mil Razones 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora