38 | Nueve y veintiúno

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«Bato la muñeca en mi mano para acomodarle el cabello, copiando los pasos que acatan las manos a mis espaldas. Siempre era la misma rutina, la misma trenza, la misma técnica.

Mis oídos se activan escuchando como mamá tararea mi canción favorita, me la cantaba antes de dormir desde que tengo memoria y me contagio de una leve risa infantil. La brisa nocturna me agita las hebras que no atrapan la crineja y meso los pies descalzos que descansan sobre la alfombra.

Inclino la cabeza hacia la luz sobre nosotras en el balcón, se hallaba una bola blanca que tenía la potencia del sol y un resplandor tan mágicamente precioso e hipnotizante.

Mami, ¿Qué es eso? Le señalo la bola blanca.

Esa es la Luna, mi cielo. peina los cabellos cortos a los lados de mi rostro. Hoy hay una luna llena, está más cerca de la tierra esta noche por eso ilumina con tanta intensidad.

Puse mis manos sobre la barandilla del balcón que me llegaba por las cejas, sin despegar los ojos de Luna.

Cuenta una vieja leyenda que Luna era una doncella que ayudaba a la reina, atendía a sus necesidades y a los plebeyos que también ansiaban ayudas, comienza a contar y pongo toda mi atención a ella, me encanta que me cuente leyendas, un día un barquero le rogó a la reina que iluminara el mar para poder llegar a casa, pero la reina no podía dejar su reino. Su majestad pensó, pensó y pensó, hasta que Luna se ofreció para subir al cielo y ayudar al barquero.

Sus brazos me rodean el torso y me giro a verla para que siga con la historia.

La reina le advirtió que si subía allí arriba, jamás volvería a pisar la tierra. A Luna no le importó, sabía que estaría cumpliendo su propósito aunque eso le dure la vida eterna.

Qué bella leyenda mami. Le sonreí y sus ojos avellanas brillaron con la luz de la luna. Yo quiero ser como Luna un día.

Mamá tomo mis mejillas antes de depositar un beso sobre mi frente. La risa me avasalla por las cosquillas que producían las puntas de su corto cabello.

Lo serás, mi amor. Confío en que lo serás. Me devuelvo a seguir venerando la Luna. Mi preciosa Luna...»

Hoy no era el momento adecuado para soñar, o más bien, recordar tal memoria de cuando tenía cinco años. Al atravesar el umbral hacia el comedor y encontrarme con Cecilia ahí, me dejó la mente intranquila y deseando volver a mi hermética vida en Chicago. Suspiro antes de dirigirme hacia mi silla, justo frente a mi madre. Me pregunto cómo estará Alex, qué es lo que creerá al no ver a su mamá y a su hermana desaparecidas.

De repente me avasalló la nostalgia y la tristeza de una manera profunda, casi que desgarrándome el alma. Alex no merecía esto, perdió toda su familia y ni siquiera alguien se quedó para darle respuestas.

Hace mucho que dejé de pensar que podría salir de esto. Todo estaba meticulosamente calculado, vigilado y repleto de caballeros o soldados dispuestos a atacar ante cualquier circunstancia.

También debía ser honesta. Tenía miedo de cómo reaccionaría Dean a un intento de escape. Dean pocas veces eleva la voz, o muestra una cara de amargura por algo. Pero cuando lo hace, prefería evitarlo a cualquier costa.

Le agradezco al sirviente con la mirada por estirar mi silla. La cabeza de la mesa estaba vacía y eso era algo extraño para ser las diez de la mañana.

—¿Dónde está papá?

Cecilia levantó la mirada de su plato y, por primera vez en tres semanas, clavó sus ojos sobre los míos sin contestar mi pregunta a la primera. El aire se vuelve tenso con una rapidez desconcertada y le sostengo la mirada perdiéndome en en el ámbar de sus ojos rasgados. Ese factor yo lo había copiado, al igual que la nariz celestial y los labios naturalmente rojos. Mi piel blanca y lisa también es obra suya gracias a las raíces italianas de su madre, mi abuela Nora, la cual nunca conocí. Pero supe que era igual de hermosa que Cecilia.

Mucho más de él ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora