Capítulo nueve, parte dos

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—Emma, ¿ha venido a saldar su deuda la señora Rotmensen? —pregunto Margaret al tiempo que limpiaba el piso del lugar

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—Emma, ¿ha venido a saldar su deuda la señora Rotmensen? —pregunto Margaret al tiempo que limpiaba el piso del lugar.

Los domingos eran bastantes tranquilos en la tienda; la clientela era escasa porque después de misa todos se dedicaban a compartir en familia. Nosotras lo que hacíamos era dedicarnos a la limpieza del local, ordenar los estantes, revisar los ingresos, quienes estaban retrasados en los pagos, y demás tareas de inventario, todo con el propósito de dejar bien ordenados los pendientes para el transcurso de la semana.

—Si. Vino temprano cuando tu saliste a entregar los pedidos —comente haciendo gran énfasis en dejar la encimera reluciente—. No te preocupes, lo he anotado todo en tu libreta.

—A veces me pregunto que haría sin ti. —una media sonrisa invadió su
Rostro— ¡Gracias por tu ayuda querida!

—Al contrario… yo debo agradecerte. Pasar el tiempo aquí me ayuda a desconectar mi mente de la guerra.

Le regrese la sonrisa sin ánimos de seguir pronunciándome sobre aquel tema. Lamentablemente la guerra ya estaba demasiado instaurada en el seno de nuestra historia como para seguir dándole relevancia al hablar de ella.

Deje a un lado el paño con el que me encontraba limpiando luego de que la encimera quedó impoluta, y estaba intentando descifrar que otra labor clamaba con mayor urgencia por mí atención cuando Margaret hablo nuevamente:

—Se que no viene al casó pero me entere que el alemán que se hospeda con ustedes es ahora el nuevo capitán —inquirió y mí cuerpo se tensiono cuando la imagen del teniente se inmortalizó durante algunos segundos en lo profundo de mis pensamientos. Aunque a decir verdad él ya tenía un lugar recurrente en ellos—. El capitán Hans Rosensbrick tenia fama de ser un desalmado de primera. Grotesco y severamente autoritario —describió con desdén, con la mandíbula tensa y una ceja en alto—. Tu soldado debe ser un hombre con muchas agallas y en extremo petulante como para rellenar los zapatos de alguien tan bárbaro.

—“Mi soldado” —vacile marcando las comillas con mis dedos y riendo irónica, aunque estaba segura que mis mejillas se habían tornado carmesí— ¡no me gusta como se escucha eso!... —aquel comentario se abrió lugar a través de un susurro dubitativo y quedo, casi tan imparcial como revelador, y para mayor de mis males sentí como el rostro me ardía más y más.

—No te ofendas querida. —argullo al ver qué yo me había vuelto un manojo de nervios—. De hecho no entiendo porque estoy mofándome de tremenda barbaridad.

—¡No te agobies! A veces la única forma de contrarrestar las desgracias es riéndonos un poco de ellas.

Ese no había sido el comentario más ingenioso de mí parte. A decir verdad fue nefasto y ridículo, por lejos la mayor estupidez que pude haber dicho nunca, pero ¿a caso no era justificado un proceder tan errático cuando una pobre joven está siendo acechada por los nervios?

Al límite de lo prohibido (PAUSADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora