Capítulo trece, parte uno

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Aún seguía sin comprender cómo funcionaba el mundo, cuáles eran los fundamentos sobre los cuales se asentaba la esencia de la vida, o al menos cuáles eran los cimientos sobre los que podía construirse una subsistencia pacifica

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Aún seguía sin comprender cómo funcionaba el mundo, cuáles eran los fundamentos sobre los cuales se asentaba la esencia de la vida, o al menos cuáles eran los cimientos sobre los que podía construirse una subsistencia pacifica.

Para mí nada guardaba más enigma que la vida misma, con sus complejos y sus turbulencias, con sus altos y sus bajos, su luz y su oscuridad. Al menos para la gran mayoría era así: un equilibrio entre lo bueno y lo malo. Un matiz perfecto de luces y sombras que se desplegaba en un contraste que terminaba funcionando de manera armónica… pero para mí la realidad tenía un sabor más bien amargo.
Quizás yo era la excepción a la regla. Un eslabón exento a los términos medios. Una gama de colores en donde los grises no existían, sino solo los tonos blancos o negros.

De alguna manera todo en mí mundo terminaba por convertirse en algo nocivo. La oscuridad era nociva y se iba apegando a mí… podía sentir como las tinieblas pasaban a formar parte de mí historia, ennegreciendo cada hora, y cada segundo.
Las luces también eran un problema, ellas aparecían eventualmente y solía verlas cómo una guía al final del camino, pero siempre terminaban brillando tanto que me cegaban, obligándome a cubrir mis ojos hasta que finalmente terminaba fuera de órbita. Siempre era así. Sin balances. Sin una quietud que me transmitiera la sensación de pertenencia a un lugar seguro.

Me había cansado de pretender que todo estaba bien. Ya no podía seguir haciéndolo. Ya no tenía el valor para seguir dando tumbos de extremo a extremo, por eso tras esos primeros días de perder a mí abuela me vi en la obligación de tomar ciertas decisiones.

Esos días de luto fueron tediosos; la rutina transcurrió en un permanente clamor de agonía, acostumbrarme a la idea de una habitación vacía, a la permanencia de la ausencia y a ese punzante dolor que nunca dormitaba sino que crecía en potencia con cada minuto transcurrido, calándome hasta los huesos y haciendo real cada instante de esa interminable congoja.

Mí primera decisión fue poner el corazón en pausa. Flotar en medio de la nada poniéndome a merced de la deriva.
Me encerré en mí misma, creí que el mejor mecanismo de defensa era frenar el curso de mí vida, al menos por un tiempo. Y de la misma forma en la que había logrado encerrar mí existencia entre cuatro paredes también había encerrado a mis sentimientos en un pequeño recoveco en mis adentros, sofocándolos para evitar que dieran salida y que con sus turbulencias movilizaran todo lo que aún quedaba de pie en mí mundo.

Era permanecer adormecida, en un letargo constante que me ayudaba a evitar todo tipo de sentimientos. O al menos lo intentaba, luchaba por evitar sentir, aunque la pena era un sentimiento con el que no podía lidiar y cuya fuerza iba más allá de todo.

Los efectos del tiempo y su concurrencia constituían otro misterio. ¿El tiempo transcurría con la misma frecuencia?¿Podíamos percibir de distinta forma y de acuerdo a la demanda de nuestros sentimientos a un mismo parámetro de tiempo?... Yo consideraba que si, que una hora podía sentirse como un minuto y un minuto podía sentirse como una hora. Y todo dependía de como nos sintieramos.
Un minuto de tristeza y sufrimiento podía sentirse como una hora y hasta incluso como una eternidad; pero fluyendo a través de un sentimiento adverso a la pena todo parecía ser al revés… así, si éramos felices, una hora parecía reducirse a un minuto.

Al límite de lo prohibido (PAUSADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora