Puertas de Máxima Misericordia.

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"Tenemos tanto porque pelear y tan pocas razones para huir, si he de manchar estos hábitos para salvar a los inocentes que así sea, ¿Si no soy yo quien termine cazando demonios quien lo será? Solo pido que el Señor me salve del maligno y me de fuerzas para seguir con mi labor"

—Padre Fabiano Leónidas (M:1 año: 670 - M: ¿? año: ¿?)

El padre Serrata y parte de nuestros hermanos de la abadía han escapado en el primer ataque a la ciudad, los pocos magos que pudimos conseguir han sido de ayuda ya que nos han ayudado a mantener la ciudad, los ejércitos del sur resisten con fuerza a los embates, el norte tiene abiertos dos frentes, ese batallón tiene que hacerse cargo de los monstruos del yermo de las tierras vecinas junto con la misma invasión demoniaca, honestamente no me gustaría estar en sus zapatos.

Mientras que varios de nuestra abadía ya se han ido salvando su pellejo solo quedamos aquellos quienes amamos a esta ciudad y su gente, mi bella San Ignaciano no caerá en manos de demonios, no mientras me quede fuerza, no mientras aún respire.

Si mal no escuché Rosa se acercaba, sus pasos eran notorios para alguien como yo que lleva ya dos meses agudizando su vista y oídos, su piel era morena y muy cuidada, me sorprende eso, tomando en cuenta los peligros que ella ha enfrentado ella debería de tener varias heridas, como sea ella siempre iba acompañada de un ángel, el brillo de este era oscuro, y sus alas absorbían la luz y no la reflejaban casi nada.

La armadura de ella era muy sonora y me distraía mucho, mientras recargaba mi mosquete con una seña le dije que parara, pude ver un demonio a través del catalejo instalado en mi mosquete, con una cruz puesta en el centro pude tomar su cabeza como blanco, un tiro tan limpio y preciso, su cabeza ahora tenía un agujero como obsequio.

Recargué una bala más, le hice la seña a Rosa para que se acercara, me percaté una segunda vez que el demonio no siguiera vivo, y en efecto el tiro fue bien recibido, su piel verdosa se estaba volviendo cenizas lóbregas que dejaban manchas en la calle.

—¿Que tal Rosa?, veo que tu viaje acaba de terminar, ¿y que tanto pasó, ese demonio hizo súplica alguna? —Pregunté mientras me levantaba para irme de este edificio, pero tenía que irme rápido.

—Si, pero aún mantengo mis dudas al respecto, ¿crees que acabe esta invasión?, deseo que esto acabe algún día. —Mientras salíamos de la habitación le respondí con mi punto de vista, era lo mejor que podía hacer ante una pregunta a la que yo desconozco dicha respuesta.

—Terminará, pero debemos de ser fuertes, debemos de resistir y servir con fe, esta invasión es una señal divina, y me temo que el señor está enojado con nosotros ante nuestros modos de vivir. —Ella aún parecía algo confundida.

—Hazle caso al hijo de Leviatán, él sabe cosas, tú has sido testigo de lo bajo que el ser humano ha caído, y de lo profundo que puede caer cada vez más. —Comentó su ángel que la acompañaba, poca confianza me daba él diciendo algo como eso, ¿No se supone que él nos deba de dar fe y calma en tiempos así?

—No soy el hijo de Leviatán, ya no soy más hijo de Arendel, te equivocas de mí.

—Dime Fabiano en serio crees que con eso puedes convencerte a ti mismo y a Rosa. ¿Cuántos magos mandaste a la hoguera? ¿Cuántos católicos mandaste a la horca? ¿Cuántos hijos de Israel enviaste a las mazmorras? ¿En serio crees que te daríamos salvación por tu arrepentimiento tan repentino como este? Vamos, aún creo que eres aún un lacayo de esta imitación de fe. —Su burlesca voz me molestaba, pero tenía razón, a cuanta gente inocente le hice daño por mi creencia extrema. de todos modos, él tenía la razón.

Bajé las escaleras con Rosa, se mostraba aún confundida y trataba de animarla, para que ella no pensara en cosa tan tristes, puedo sentir empatía por su situación, no es fácil perder a alguien a quien amas, menos si es tu familia.

La historia del orco comercianteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora