Capítulo 1

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Capítulo I

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“El de la locura y el de la cordura son dos países limítrofes, de fronteras tan imperceptibles, que nunca puedes saber con seguridad si te encuentras en el territorio de la una o en el territorio de la otra.”

Arturo Graf

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Hay ciertos pasos en la vida que te llevan irremediablemente al que será tu camino.

No estaba demasiado segura de cuáles eran los pasos que me habían llevado  por el mundo de la medicina. Mi padre se dedicaba a la administración, una carrera en la que había comenzado muy joven y desde muy abajo. Siempre que podía, hacía mención del modo en que había estado por tres meses repartiendo la correspondencia interna en la empresa, en la que ahora era encargado de un departamento completo. Trabajaba de sol a sol y mi madre, que era profesora de nivelación para niños con problemas de aprendizaje, solía quejarse de ello. Mi hermano, él era un asunto aparte. Había pasado de videojuego en videojuego, desde que tenía doce años. Así que ahora estaba estudiando diseño y desarrollo de éstos, y parecía feliz. Así que, con una familia que se consideraba bastante normal, la diferente era yo. Ellos no comprendían, aunque aceptaban, que a mí me apasionara la medicina, pero no la que suele reparar huesos o diagnosticar un edema. No, a mí me entusiasmaba la mente humana, el modo en que un individuo podía disfrazar la realidad hasta convencerse a sí mismo de aquel disfraz. Aunque inclusive en este ámbito de la medicina, los casos habituales eran tan simples como reparar un hueso o diagnosticar un edema.

Probé nuevamente el café que tenía entre mis manos, pero aún estaba demasiado caliente como para beberlo.

Sabía que era cruel desear encontrarme con un caso clínicamente interesante, como era cruel encontrarse con una enfermedad del sistema inmunológico, por ejemplo. Pero ahí era dónde entraba la mente del especialista. Esa que era capaz de aislarse de la parte humana y sólo tratar la dolencia. Mecánicamente. Del mismo modo me llevé el café hasta la boca y me quemé la lengua.

—Estás aquí —escuché la voz de Benjamín desde la puerta. Lo miré mientras intentaba calmar mi lengua contra los dientes.

—Sabes que siempre estoy aquí a esta hora —le respondí aún molesta. Él entró y se sentó en una silla junto a la mía.

—Tienes razón, debería saberlo, eres demasiado predecible —dijo aquello, extendiendo hacía mí una barra de cereales de la máquina expendedora que había en el pasillo. La observé con desprecio fingido.

—¿Qué se supone que es esto?, ¿intentas hacer las paces conmigo con una barra de cereal? —le pregunté, manteniendo mi actitud de desprecio, tomando lo que me ofrecía.

—Es tu desayuno, y no te me pongas exigente que no vuelvo a alimentarte —respondió, simulando indignación. Un pequeño juego que se nos daba muy bien.

Desde que Benjamín y yo habíamos coincidido en clase de ética, durante el segundo año de la carrera, no habíamos dejado de ser amigos. De eso hacía ya ocho años. Él era de las pocas personas que aceptaba mi carácter tal cual, sin ponerme limites, ni presionarme. Con él me sentía yo misma.

—Lo recibiré, porque soy una mujer educada, pero no creas que me lo comeré —continúe con nuestro juego, rompiendo el envoltorio a pesar de mis palabras.

—Estoy seguro que tu orgullo no te lo permitirá —contestó riendo, mientras yo le daba el primer mordisco a la barra.

No pude responder, ya que tenía la boca llena y muchas ganas de terminarme la barrita. Benjamín no se equivocaba, era mi desayuno. Lo primero que llenaba mi estómago, además del café.

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