Capítulo 47

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Capítulo XLVII

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—¿Qué haces aquí? ¿Me estás siguiendo? —me preguntó Seele, en cuanto salió del restaurante.

—¿Te molesta que esté aquí o que él me vea? —indiqué el interior del restaurante. Encontrarla ahí con ese tal Benjamín me había agriado la sangre.

—No me respondas con preguntas —me increpó. Estaba tensa y molesta

—Sólo quería esperarte, estar un poco más de tiempo contigo —le confesé la verdad sin adornos—, pero veo que estás ocupada —no pude evitar el sarcasmo.

—Esto es obsesivo, Bill —se quejó, mirando al suelo.

—Pero ya sabes que soy obsesivo —me defendí. Ella me miró fijamente, sin un solo gesto que la delatara. Por un momento me recordó a la mujer rígida y pulcra que encontré en las primeras sesiones—. Me iré, si es lo que quieres.

—Harías bien —aceptó. No era lo que me esperaba ¿En qué momento la había perdido? Esa misma mañana estábamos hablando de vivir juntos. El corazón se me comprimió en el pecho y el dolor se hizo tan intenso que tuve que calmarlo con la mano.

—Nunca fui blanco para ti —medité un momento.

—¿Qué? —preguntó, desorientada. En este instante deseaba tener ante mí a la Seele que no me conocía, a la que me consideraba sólo un enfermo al que curar. Anhelé ver en sus ojos la curiosidad por el misterio que yo representaba. Qué triste me parecía el comprender que los demás sólo aman el misterio en mí.

—Ya no importa —retrocedí un paso.

—Bill —a pesar de que intentaba retenerme, su voz era tan dolorosamente severa, que el sonido no me tocó el alma. Negué y le sonreí; era la sonrisa habitual, esa que se había convertido en la única que podía brindar: la que no brilla.

Me di la vuelta y me alejé. Atrás quedó mi nombre, nuevamente dicho y apagado antes de llegar a la última letra. No, Seele no quería detenerme, por mucho que me costara aceptarlo; ella sentía alivio al no tenerme cerca.

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Bill se fue, lo vi alejarse y perderse en la primera esquina. Debí alcanzarlo, debí sostener su brazo y esperar a que me mirase para pedirle que no se marchara; sin embargo, mis sentimientos estaban adormecidos, cansados.

—... de ese modo me acerqué a las drogas, ya sabe, primero empiezas por lo más cotidiano, la marihuana, el alcohol, hasta que ya no te hace nada —intenté centrarme en la chica que tenía frente a mí; una paciente de estado dos, con la que me había reunido un par de veces.

—¿Cuál fue tu primera droga fuerte? —seguí el protocolo de preguntas habitual. Se suponía que este sería un caso fácil; algo que no me complicaría mucho.

No podía evitar recordar a Bill, mientras la paciente iba respondiendo y yo tomaba notas. Se había metido las manos en los bolsillos y encorvado un poco la espalda al alejarse. Sabía que debía sentirme culpable o algo, pero no era así.

—Bien, creo que podemos dejarlo hasta aquí —dije a la chica.

Minutos después, caminaba por uno de los amplios pasillos del centro y me detuve junto a una ventana que daba al parque interior. Deseaba volver a esas caminatas en las que Bill y yo éramos paciente y psiquiatra; esas en las que él me resultaba fascinante y las emociones que despertaba en mí no me dañaban. Quería volver a ese instante de inocencia en el que no sabes nada. Arrugué el ceño ante mi propia reflexión; era de las cosas más egoístas que había pensado, pero no me sentía generosa, además de no sentirme capaz de dar ni un paso fuera de la línea trazada de mi vida: trabajo, casa.

Cápsulas de OroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora