Capítulo 30

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Capítulo XXX

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Cómo afectan a tu vida los recuerdos, los minutos vividos. Aunque pertenezcan a un pasado muy lejano, en algún momento vuelven a ti como entonces y te tocan de la misma forma, te estremecen y te dan vuelta la vida. Detienen tu tiempo y no sabes quién eres, no sabes quién fuiste y no sabes quién pudiste llegar a ser ¿Y qué es mejor? ¿No arriesgarse para ser siempre quién eres ahora? O ¿Dar un paso adelante y caer a la vida?

Suspiro. Ahora mismo estaba envuelta en un riesgo de besos, de caricias; de gestos suaves y fuertes; de exhalaciones, de manos que buscan, de bocas que buscan, de ojos que cuentan historias que las palabras no son capaces de contar.

Bill exige mi boca, y yo se la entrego cuando él lo hace. Siento como me arrebata el aire y me quita la voluntad. Me abrazo a él y me sostengo de su cuerpo. Tengo miedo, claro que tengo miedo, porque me siento tan suya y siento que lo quiero tanto que me asusta. Comprendo que no es el amor el que me atemoriza, si no la necesidad de saber si él lo siente también; porque nunca queremos ser el que más ame ¿Verdad? Siempre anhelamos ser los más amados, siempre esperamos que la otra persona, ese ser que está a nuestro lado —él, que está aquí abrazándome— sea el que no pueda vivir sin ti; aunque yo pueda vivir sin él.

Me asusta convertirme en la victima de mi propio amor.

Pero el amor es inevitable, arrasa con los miedos, con la angustia, los reproches, las razones; el amor derriba todas las barreras que puedas alzar. Es inevitable. Te devora desde dentro, te devasta, te quema. Llega un momento en el que sientes que todo tu cuerpo te pide liberar algo que no comprendes, como si la piel te aprisionara y necesitaras despegar los pies del suelo, elevarte hacia algo hermosamente catastrófico. Y ves la catástrofe, pero no te importa, porque el amor se ha apoderado de todo lo que eres. Sigues tus instintos, porque te parece lo adecuado ¿Cómo vas a estar equivocada cuando estás tan llena de amor? Pero no te das cuenta de que no eres más que un cocktail de hormonas, y que tarde o temprano la única depuración natural de tu organismo está en las lágrimas.

Bill metió las manos por las piernas de mi pantaloncillo de pijama, me oprimió la carne con fuerza, y suspiró sobre mi boca buscando calmarse.

—No te detengas, no lo hagas —le dije, porque no me sentía capaz de dar marcha atrás. Me pegué más a él, rozando nuestros pechos y besando su boca—. No te detengas —le volví a pedir, mordiéndolo hasta tocar mis dientes con su piercing.

Sus manos me volvieron a sujetar y su ingle se apretó contra la mía, buscando abrir mi cuerpo por la mitad. Gemí contra sus labios, dolorida y excitada. Bill repitió mi gesto y aumentó la fuerza. Las sensaciones se arremolinaban en torno a los sentimientos. El ansia se apoderaba de mi voluntad. Alcé la cabeza y me quejé, abrazándolo más fuerte. Su mano ancló mi pierna a su cadera y sentí su sexo a través de la ropa, anunciando que me deseaba del mismo modo en que lo deseaba yo. Sus dedos removieron la ropa hasta tocar mi humedad. Sus besos ya no eran en la boca, eran en el oído, en el cuello hasta que se detuvo en mi hombro y me mordió con suavidad.

Me quité la camiseta y levanté la suya lo suficiente para que nuestras pieles se unieran. El calor era tan intenso que ambos nos reímos y gemimos a la vez, compartiendo la complicidad. Su pulgar se paseo por mi boca, desmarcándome la sonrisa. Lo humedecí y lo dejé entrar, Bill miraba hipnotizado el modo en que mis labios lo ajustaban. Los dos sabíamos lo que aquello representaba: yo quería demostrarle que sabía hacerlo, y él se moría de deseos de que se lo hiciera.

Llevé una mano hasta su pantalón y abrí con desesperación el cinturón y la cremallera, sólo entonces mi mano se llenó con su sexo, me sentí mareada al notar su consistencia y fuerza, como una borracha con demasiado alcohol en la sangre, y lo apreté. Bill siseó, intensificando la caricia de sus dedos para mostrarme su aprobación.

Cápsulas de OroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora