Capítulo 46

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Capítulo XLVI

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¿Por qué pareces enamorado de tu dolor?

Las palabras de Seele continuaban dando vuelta en mi mente como lo habían hecho gran parte de la noche ¿Tendría ella razón? ¿Estaría realmente enamorado de la tristeza, del sentimiento miserable que me venía acompañando desde hace tanto? ¿Realmente me sentiría vacío si no tenía eso? Era como si no conociera a otro Bill. Tenía en mi memoria al que había sido, claro que lo recordaba; lo recordaba y lo añoraba. Sin embargo, el Bill que era, que vivía anclado al sufrimiento, era uno del que no me podía desprender, Era como si me arrancarán la piel a girones y me expusieran a una vida que no sabía vivir.

En este momento, en que la madrugada tocaba las cortinas y éstas dejaban traslucir la luz, la miraba a ella pegada aquí a mi lado. Su cabeza estaba apoyada en mi pecho y se mantenía abrazada a mí, tal y como había dormido gran parte de la noche. Hubo un momento en el que la oí sollozar, bajito, en medio de una pesadilla. Le hablé, pero no llegó a despertar; simplemente se reacomodó y dejo de llorar. No quise soltarla más y no pude volver a dormir tampoco. Le acaricié la mejilla, despacio para no despertarla, la besé sin tocarla, sólo con mi imaginación porque en este momento la sentía frágil, la sentía delgada y transparente como un cristal. Sabía que esa fragilidad en parte era mi culpa. Ahí estaba otra vez ese sentimiento ¿Por qué siempre buscaba lo que me hiciese terriblemente malo? Que me convirtiera en alguien envuelto por la tragedia.

Seele se removió otra vez. No sabía las horas que habíamos dormido; desde luego yo no había dormido mucho, al menos no había tenido alucinaciones. Su presencia las ahuyentaba, me ayudaba a centrarme en ella, aunque fuese con estos pensamientos funestos. Comenzó a abrir los ojos y me rodeó un poco más con el brazo, suspiró y el aire que liberó chocó contra mi pecho causándome cosquillas. Alzó la cabeza e hizo un primer intento por abrir los ojos, que se convirtió en un cadencioso aleteo de sus pestañas.

—¿Qué hora es? —preguntó, con la voz sumergida aún en el sueño.

—No lo sé; las seis, las siete quizás —mi propia voz sonaba más oscura. Seele hundió el rostro en mi pecho y aspiró profundamente. Era un acto, al parecer, irreflexivo, pero lleno de sensualidad e intimidad.

—Me tengo que levantar —dijo, dándome un último apretón con todo el cuerpo. Sentirla desnuda contra mí, era una de las cosas que más disfrutaba.

—No tienes que hacerlo —intente encerrarla en mis brazos, pero no llegué a conseguirlo. Dio un salto, apresurada, que la dejó sentada de rodillas sobre la cama.

—¡Me tengo que levantar! —repitió y esta vez su tono era de apremio.

—¿Qué pasa? —quise saber.

—Tengo que ir a trabajar y no me he duchado y no tengo ropa y tengo el pelo horrible —se llevó ambas manos al cabello enmarañado, su pecho desnudo se alzó y su imagen me arrancó una sonrisa. En medio de toda esta angustia en la que parecíamos sumergidos Seele y yo, ella me arrancaba una sonrisa; y eso era el paraíso para mí ahora mismo.

—Quizás, y definitivamente, deberías traer tu ropa aquí —le ofrecí. No quería despegarme de ella; la quería conmigo día y noche. Dejó caer las manos sobre su regazo y me miró. La luz apenas marcaba los contornos de su cuerpo; podía ver su hombro, su brazo, su cadera; destacaba su mejilla, el pómulo, la mitad de su boca y algunos reflejos en el pelo desordenado. Qué diferente me resultaba esta Seele a la que vi la primera vez; y sin embargo era la misma, exactamente, sólo había profundizado en ella.

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