Capítulo 4

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Capítulo IV

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Tomaba algunas notas en tanto mi paciente terminaba de fumarse el cigarrillo que le había traído. Me pareció que aquel era un momento tan esperado para él, que no quise interrumpirlo.

—¿No tienes preguntas hoy? —quiso saber.

Lo miré. Su postura era la habitual, permanecía sentado en el sillón con un pie sobre éste y abrazando su pierna contra el pecho.

—Claro que las tengo —contesté, volviendo a mis notas para que él no controlara mis actos.

—¿Por qué no las haces? Llevamos aquí cerca de diez minutos —insistió, volviendo al cigarrillo y a lo que sería su última calada.

Volví a mirarlo, esta vez sin levantar la cabeza. Al parecer quería hablar.

—¿Qué quieres contarme? —le pregunté, sabiendo que habíamos dejado pendiente el tema del daño.

Me miró un instante y luego apagó el cigarrillo con calma, mucha calma.

—Eres tú la que tiene que preguntar.

—Ya lo estoy haciendo —lo miré más directamente, preguntándome si estaría tratando a una persona realmente enferma. Me regañé mentalmente, yo tenía la obligación de ceñirme a los hechos— ¿Qué quieres contarme?

Él evitó mi mirada, paseándola por la habitación.

—Todas estás habitaciones son tan blancas —dijo.

—¿Te molesta el color blanco? —le pregunté.

Se quedó pensando un momento, aún sin mirarme.

—Me molesta el concepto.

—El concepto —intenté mantener su atención.

—Sí… blanco, inmaculado, intachable… perfecto… —parecía desilusionado.

—¿Te molesta la perfección?

—No —se apresuró a aclarar, mirándome nuevamente—, me fascina…

Se quedó en silencio, pensando. Sus ojos ya no me miraban a mí, parecían mirar un recuerdo.

—Bill —llamé su atención, pestañeó— ¿Por qué te molesta entonces?

Se giró hacia la ventana.

—Porque se diluye con demasiada facilidad —sentenció.

—¿Hablas de cosas o personas? —pregunté, notando el entusiasmo que iba creciendo en mí ante la fluidez que estaba teniendo esta sesión.

—Las personas también son cosas… a veces —en ese momento volvió a mirarme—¿No?

—Te refieres a que son utilizadas —intenté aclarar.

Él se encogió de hombros y volvió la vista a la ventana. El diálogo parecía estar muriendo y no podía permitirlo.

—Sabes que las personas perfectas no existen, ¿verdad?

—Oh, sí existen —sonrió con cierta ironía. Parecía tan tranquilo.

—¿Eso crees?

Bajó la pierna que tenía sobre el sillón y estiró la espalda, luego se puso en pie.

—No hemos terminado —le aclaré.

—Ya lo sé… necesito moverme—noté como miraba de reojo a la puerta.

No pude evitar sentir cierto desasosiego. Él se acercó hasta la ventana y observó el pequeño parque interior.

—Cuando tenía cinco años tuve una novia —sonrió—, se llamaba Alice —lo escuché pacientemente, esperando por lo que deseaba contarme—. Yo le llevaba caramelos y Tom se enfadaba porque decía que esos caramelos podían ser para él, que yo no tenía porque dárselos a una desconocida.

Cápsulas de OroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora