Capítulo 28

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Capítulo XXVIII

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El blanco techo de la habitación se extendía como el mejor lienzo para mis pensamientos. En él se recreaban todos los signos de interrogación posibles, de diferentes colores y texturas, dejando paso a las exclamaciones; esas que se iluminaban como neones intermitentes avisándome del desastre.

"Te lo decíamos", era el mensaje constante de mi consciente, ese que no se había apagado en ningún momento.

La mano de Bill y la mía permanecían una junto a la otra justo en medio de la cama. El sexo no había sido ni bueno, ni malo: simplemente no había sido. Me notaba rígida, tensa y el silencio no ayudaba demasiado. Habíamos intentado hacer el amor dos veces, pero ambas terminaron en fracaso. La primera había estado acompañada de un constante: "No sé qué me pasa" por parte de él, y la segunda había terminado de forma abrupta, con Bill dejándose caer a mi lado en la cama. Aún me notaba agitada, tenía unos deseos enormes de terminar yo misma con lo que él había empezado, pero eso sólo empeoraría todo.

Me acomodé sobre mi costado y lo miré, tenía el antebrazo puesto sobre los ojos. Se estaría cuestionando mil cosas, pero para mí todo estaba muy claro. Era la pasión, el miedo, su necesidad constante de control la que no le permitía liberarse y sentir.

—Nunca me he hecho un tatuaje —dije, tocando con los dedos la punta de la estrella que había en su piel y que se asomaba por el borde de la sábana.

Él permaneció en silencio en la misma postura, no iba a presionar, no iba a insistir. Una parte de mí decía: para, déjalo ahora, aún es tiempo. Pero otra parte, esa que había aflorado con tanta fuerza desde que Bill apareció en mi vida, me pedía que no lo hiciera, casi podía oír el murmullo como si alguien ajeno a mí me hablara: no lo dejes, no lo abandones. Me plantee la posibilidad de estar desarrollando alguna enfermedad mental que dividiera mi consciencia en dos, aunque sabía que no era así, simplemente me negaba a aceptar lo correcto. Lo único que estaba desarrollando era el egoísmo intrínseco que todos llevamos.

Recorrí suavemente la piel de su estómago. Noté como la caricia lo obligaba a contener el deseo de removerse. Me senté en la cama, acomodando la sabana contra mi pecho. Llegué al inicio de las letras que decoraban su costado y dibuje con calma la curva que estas hacían.

—¿Cuál te hiciste primero? —le pregunté, evitando pensar en su inseguridad y la mía.

—El de la nuca —me contestó, sin quitarse el antebrazo de los ojos. Se refugiaba de sí mismo a través de ese gesto.

—¿Y el siguiente? —continué preguntando, para aliviar la tensión que se había apoderado de nosotros. Estábamos deseosos, queríamos estar juntos y el ansia paso a tomar el control. No podía permitir que este encuentro terminara así: roto por la incertidumbre y el miedo. Si había aceptado escuchar a mi parte más irracional, sería con todas las consecuencias; yo no sabía hacer las cosas de otro modo.

—La estrella —contestó.

—¿Luego? —proseguí con el recorrido.

En ese momento quitó el brazo de sus ojos y lo estiró.

—Éste —dijo, enseñándome el tatuaje. Lo observé y lo toqué con toda la mano, deslizándola lentamente desde el antebrazo hasta la muñeca. Bill contuvo el aire, sin dejar de mirarme. Podía notar sus ojos quemándome la mejilla, el cuello, la clavícula y el pecho; justo en la zona que la sábana cubría.

—¿Qué significa? —pregunté, aguantando el aliento, adivinando que una palabra escrita de una forma tan rotunda sobre la piel no podía carecer de significado.

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