Todos tienen un secreto. El del detective Antonio Dawson tiene nombre y apellido: Natasha Solovióv, también conocida como la Viuda Negra.
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Las sirenas de la policía comenzaban a oírse, pero ninguno de los tres le dio ninguna importancia. Natasha se insultaba mentalmente por tener una bocota tan grande y haber traído aquello de lo que prometieron nunca hablar.
A Halstead no le costó mucho juntar dos y dos. Miró a Antonio esperando una explicación, pero él apenas le devolvió la mirada.
—¿Qué?
—“¿Qué?” —repitió él, incrédulo—. ¿Cuántos años tiene, dieciséis?
Antonio rodó los ojos.
—No pasó nada —espetó enojado. Natasha se cruzó de brazos, intentando parecer relajada—. Hice lo mejor que pude contigo —le dijo. Natasha frunció el ceño—. Te cuidé cuando me rogaste que no te entregara. No es justo que ahora te pongas así conmigo.
La pelirroja rodó los ojos para espantar las lágrimas.
—Y te entregué criminales que ustedes dejaban ir. Creo que cumplí con mi parte —espetó—. Yo estaba bien sola.
—Vivías aterrada.
—Pero estaba fuera de su radar —retrucó—. Tú te metiste y a los rusos les costó días encontrarme. Yo seguí ganándome la vida sola. Tú no me cuidaste, no me ayudaste en nada.
Antonio apretó su mandíbula. No quería decirle nada que la lastimara, pero estaba tan enfadado que no podía controlarse. Sabía que la chica estaba en la misma situación que él, intentando controlar sus impulsos.
—Tienes razón —dijo finalmente, acercándose a ella—. No te cuidé. No te cuidé cuando me fuiste a rogar que te proteja de los rusos.
—No hagas eso.
—No te salvé la vida metiendo mi mano en tus órganos para sacarte una bala.
—Eres un idiota —volvió a interrumpir, pero Antonio no dejó de hablar.
Se acercó un poco más a la muchacha.
—No te cuidé cada vez que tomaste decisiones estúpidas y te arriesgaste asaltando gente —espetó—. Eres una niña malcriada, crees que todo debe hacerse a tu modo, y ya estoy un poco cansado de ti.
Natasha bajó la mirada unos segundos para evitar que el adulto la vea. Él tenía razón, la había cuidado incluso sin conocerla, pero darle la razón ahora sería perder su orgullo, y su orgullo era todo lo que le quedaba en ese momento.
Volvió a mirarlo, encontrándose con la dura mirada del hombre clavada en la suya.
