Capítulo 8

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PÉRDIDAS

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PÉRDIDAS

"La confianza es la herramienta que algunas personas usan para traicionarte"

Un sol mengua dando paso a un grandioso atardecer emitiendo pequeños centelleos en las aguas cristalinas del tranquilo arroyo que circunda por el lado Este del pueblo de San Sebastián, casi que acariciando los altos follajes de los árboles que mor...

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Un sol mengua dando paso a un grandioso atardecer emitiendo pequeños centelleos en las aguas cristalinas del tranquilo arroyo que circunda por el lado Este del pueblo de San Sebastián, casi que acariciando los altos follajes de los árboles que moran a sus alrededores y por todo el pueblo. Entre ellos, el gigantesco encino que se eleva solemne en la puerta de la casa de Santiago. Por entre las ventanas, se cuelan algunos rayos dorados, iluminando ya perezosos, los destrozos de la noche anterior.

Santiago despertó hace poco. Tomó una ducha y ha empezado a sacar de la sala todos los escombros y destrozos que él mismo dejó. Lo hace él solo, casi que como una penitencia por haberse dejado llevar por la rabia y la impotencia. Pero, sin arrepentimiento alguno.

No quiere nada de ella, absolutamente nada. Ni en su casa, ni mucho menos en su vida. Sus sentimientos son un poco confusos, porque, aunque se siente dolido, engañado, lastimado, lo embarga una extraña sensación de paz, como si, después de todo se hubiese librado de una pesada carga.

—Ese sofá lo mandé a traer de la gran ciudad. Tardó casi dos meses en llegar.

Una voz femenina y familiar retumba lánguida en la sala mientras él levanta los restos de los almohadones del sofá. Voltea lentamente su rostro para encontrarse con el de Vanessa, desencajado y lloroso. Lleva su larga y rubia cabellera rizada amarrada en una coleta alta y va vestida con uno de sus sencillos, pero hermosos vestidos de flores. El dolor que refleja su rostro no mengua, ni siquiera un poco, su delicada belleza.

Santiago deja los cojines rotos a un lado y la invita a entrar, guiándola a la cocina.

—Yo lo preparo —se ofrece ella de inmediato—. Tu café nunca ha sido mejor que el mío.

Una minúscula sonrisa se tuerce en una esquina de los labios de Santiago. Asiente y se sienta en una de las sillas del mesón esperando que ella termine su tarea, observándola en silencio. Llevaban más de cinco años juntos y, aunque al principio solo sentía un gran cariño por ella, pronto llegó a quererla sinceramente. La quería no únicamente como mujer, también la quería como su esposa, como su compañera de vida. Creía ciegamente en ella y para su pesar, creía que ella, de alguna manera, quería lo mismo de él.

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