Jordan, divorciada a sus veintisiete, siente el peso de no haber hecho funcionar su matrimonio aún sabiendo que no fue su culpa. Y para rematar, en menos de seis meses lo pierde todo y su vida da un giro de 180 cuando aparece un niño frente a su pue...
Estoy en la parte de atrás del bar hablando por teléfono cuando Trevor abre la puerta y comienza a mover los brazos con exaltación para llamar mi atención. No deja de agitarlos y señalar hacia el interior del bar. ¿Qué carajos?
Decido darle la espalda y concentrarme en Bailey.
—Tengo que volver al trabajo, cariño. ¿Me pasas a tu abuela?
—¡Ma! —grita sin apartarse el teléfono de la boca. Cierro los ojos por el ruido potente de su voz, a pesar de que sólo tiene cuatro años.
—¿Ya colgó? —hay un pequeño silencio hasta que mamá toma la llamada— ¿Pasa algo?
—Nada, sólo quería decirte que cerraré más tardar a las doce. Iré a casa en cuanto termine.
—Está bien. Bailey, dile buenas noches a Kurt.
—Buenas noches, papi.
Sonrío cuando la escucho. —Buenas noches, cariño. Ve a la cama.
Cuando cuelgo Trevor todavía sigue de pie en el umbral de la puerta. Está apoyado al marco con una mano y la otra la tiene en la cadera.
—¿Ahora qué? ¿Hay un incendio?
Se ríe. —No.
—¿Entonces porqué tanta exasperación?
Señala el interior del bar con la cabeza y lo sigo. Cruzamos la cocina y abre la puerta que da hacia el interior del bar. El ligero sonido de Be my baby se cuela cuando Trevor abre la puerta. Entonces la miro. Hay una chica pelirroja de espaldas a nosotros.
—Tienes trabajo —me palmea la espalda—. Es toda tuya.
Luego se marcha.
Me meto el teléfono en el bolsillo, o eso intento. La pantalla está encendida dejando ver la foto de Bailey mostrando sus dientes mientras de ríe. Se me escapa una sonrisa. Me seco las manos con el paño que acostumbro a llevar en el hombro cuando guardo el móvil y me lo vuelvo a guindar. Abro las puertas y me dirijo hacia la chica. Ella se gira antes de que pueda pronunciar las palabras que siempre suelo decirle a los clientes.
Lleva puesto un labial tan rojo que sin importar la luz opaca del bar, es lo que más sobre sale de ella. Además de ese flequillo medio ondulado y desordenado que le cubre hasta las cejas. No puedo creer que vaya a admitirlo, al menos para mí mismo, pero es sorprendentemente guapa.
—¿Eres Kurt? —me pregunta. Tiene los brazos cruzados y apoyados sobre la barra.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Señala a Trevor con los labios. —Ese de ahí dijo que ibas a atenderme —encoje los hombros—. Llevo casi media hora aquí sentada. Sólo me regaló un chupito y se fue.
—Lo siento —me disculpo, pero no sé porqué exactamente. Supongo que por el mal trato de Trevor con tal de hacerse el gracioso cinco minutos—. ¿Te doy otro?
Mira el vaso vacío y sacude la cabeza.
—Dame dos cervezas.
Saco las dos cervezas de la congeladora y se las tiendo. Estoy por sacar el destapador cuando la miro meterse la botella a la boca y zafar la chapa con los dientes. La deja en la barra y se bebe la cerveza.
No es hasta ahora que noto sus ojos hinchados y brillosos, como si hubiese llorado hace poco. Tengo muchas preguntas en mi cabeza ahora mismo. ¿De dónde es? ¿Vive aquí? ¿Cómo se llama? ¿Por qué luce tan cansada?
Ha picado mi curiosidad.
Señalo la otra botella. —¿Esperas a alguien?
Sacude la cabeza, luego deja la botella vacía sobre la barra. —Sólo tengo sed.
—Claro. ¿Algo más?
—La música. ¿Crees poder poner algo más movido y subirle el volumen?
Es casi una súplica. La música nunca ha sido de importancia en el bar, siempre está en el mismo volumen y el género varía, pero ella parece realmente necesitar que se cumpla su petición.
—Sí —le digo—. Ya lo hago.
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Están por ser las diez y media ahora. Estoy limpiando los vasos de chupito cuando hacemos contacto visual un segundo. Tiene al menos seis botellas de cerveza junto a ella ahora mismo en la barra y sigue estando sola. Eso me preocupa, porque a lo largo de los años en este bar he visto a muchas mujeres venir, embriagarse y hacer un espectáculo o meterme una preocupación que no necesito. Como la de pensar si llegarán bien a casa después.
Está cantando sin voz la canción que se escucha ahora mismo mientras se mece de lado a lado. Es alguna de Madonna, pero no me sé su nombre. No soy muy bueno con eso de la música. Bebe con la mirada perdida, como quien está sumido en sus pensamientos y noto que comienzan a brillarle los ojos y se pone un poco triste. Dejo automáticamente lo que estoy haciendo porque siento que en cualquier momento se va a desmoronar en el taburete.
—¿Cuál es tu conclusión? —me pregunta Trevor, mirando a la chica—. Yo digo que despecho. Tal vez.
—¿Trabajo? —sueno dudoso—. Yo me pondría así si me despidieran.
No me siento bien adivinando cual es su motivo para estarse emborrachando sola en un bar. Trevor tampoco se lo está gozando, pero evidentemente le importa poco la chica a diferencia de mí.
—Para tu suerte jamás vas a tener que pasar por eso. Son las ventajas de ser tu propio jefe —se sirve un trago y se lo bebe—. Y estas son las ventajas de ser amigo del jefe.
Le arrebato la botella y el vaso y lo pongo en la barra. Trevor levanta las manos en un gesto inofensivo.
—No creo que sea correcto debatir cuál es su pena.
—No había pensado en eso. Podría incluso ser muerte, o un divorcio —parece pensar la posibilidad de ese último. Yo realmente espero que no sea ni uno ni el otro. Luce lo bastante joven para asegurar que tiene menos de veinticinco—. Es muy guapa.
—Eso dices de todas las que entran al bar.
—Bueno, no puedes negar que con esta sí tengo razón —me dice. Vuelve a tomar la botella, se sirve un trago y se lo bebe. De nuevo le vuelvo a arrebatar la botella y esta vez le pongo la tapa para que no lo haga otra vez.
Trevor se desaparece hacía el interior de la cocina. Yo decido acercarme a la chica y retirar las botellas vacías.