Capítulo 10.

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— ¿Habéis divisado alguna vez el rayo verde, señor Gibbs?— miro hacia la película que se reproduce en la pantalla de la sala común de la residencia.

— Creo que lo he visto más de una vez. Aparece en raras ocasiones, con las últimas luces del crepúsculo, un destello verde cruza el cielo — frunzo el ceño, siendo consciente que ese rayo verde existe de verdad y se trata de la primera y última luz del día—. Algunos no llegan a verlo en toda una vida, otros afirman falsamente haberlo visto y hay quien dice...

—Que es una señal de que un alma regresara a este mundo de entre los muertos — lo interrumpe otro pirata, trago saliva fijándome en los fotogramas de la pantalla, pero vuelvo la mirada hacia el ordenador.

Releo el correo un par de veces. Una respuesta larga, contando todo el proceso que he estudiado en varias semanas. Uno por uno, explico desde las primeras pruebas hasta los posibles resultados. Los materiales necesarios, la necesidad de la existencia de algunos sujetos para estudiar sus funciones neuronales. Todos y cada uno de los trámites, los papeles que debe firmar cualquier persona que se quiera someter al estudio.

Cierro el ordenador y suspiro, apoyo los codos en la mesa y dejo caer mi cabeza entre las manos, aprieto mis sienes intentando ordenar mis pensamientos, mayormente ocupados por una única persona.

Echo mi pelo hacia atrás, el tiempo está completamente revuelto. Miro el reloj de la pared y frunzo el ceño, hace media hora que Bels debería haber llegado. Guardo el ordenador en la funda y voy hacia su cuarto, bastante cercano al mío.

— Bels — llamo a su puerta, no obtengo respuesta—. Bels — vuelvo a llamar, suspiro y pongo la mano en la manilla —. Bels, voy a entrar — empujo hacia dentro y se abre sin problema —. Sabela — alargo la e, dejo en la silla de su escritorio el ordenador y me giro hacia la cama — ¡Sabela! — el grito que pego resuena en la habitación— Mierda, Sabela — le doy en la cara, está tan pálida que siento que tengo ganas de vomitar solo de pensar en lo que le puede pasar—. A ver, a ver... — inspiro profundamente y la levanto un poco, es como un peso muerto— Joder — busco su pulso en el cuello, es débil —. Mierda, ¡Sabela! — le doy un par de toques en la cara mientras saco el teléfono del bolsillo.

Marco el 062 sin pensar, mientras la muevo para ponerle algo en los pies. Desordeno sus cajones escuchando los tonos de la llamada. En cuanto me contestan, explico algo atropellada la situación, sintiendo un cosquilleo en mis manos que no augura nada bueno. Consigo que una ambulancia se ponga en camino lo más pronto posible. Tiro el teléfono a un lado y le pongo los zapatos. Logro sentarla de alguna manera, sintiendo su peso muerto sobre mis brazos, su respiración es demasiado suave y entrecortada. Consigo ponerle una sudadera y la vuelvo a recostar en la cama.

— Irina — su voz sale en un pequeño hilo.

— Te vas a poner bien.

— No le digas... — coge aire y se escucha como si se ahogase— a Nico.

— Nada, ahora calla.

Llegan rápido y se la llevan al hospital, uno de los técnicos de la ambulancia se queda conmigo. Me muevo histérica a las puertas de la residencia, escucho cómo el técnico me explica que todo va a estar bien, pero siento responsabilidad por ella.

— ¿Has avisado a su familia? — niego, notando una presión extra en mi estómago — ¿Quieres que lo haga yo?

— No, quiero ir al hospital — le digo seria, él niega —. Por favor.

— No deberías. No puedo obligarte a no ir, pero por tu bien, no deberías — señala mi muñeca, donde llevo una pequeña pulsera dorada con mis datos más importantes—. Tu amiga estará bien, date una ducha, avisa a alguien y luego vete al hospital si quieres, al no ser familiar directo tampoco te van a dar demasiada información hasta que despierte.

Manhattan • Ansu FatiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora