Capítulo 45

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Tras abandonar la vivienda de mis padres, comencé a correr en dirección a la playa. A pesar de que el sol había sido el protagonista durante gran parte del día, el tiempo parecía haberse puesto de mi lado y las nubes se habían apoderado del cielo.

Llegué al paseo y frené mis pasos. Al estar en el mes de noviembre, apenas quedaban turistas en la isla. El lugar tan solo estaba concurrido por tímidos caminantes que se ejercitaban aprovechando las últimas horas de luz.

Me descalcé sin titubear, dejando que la arena entrara en contacto con las plantas de mis pies. Entonces, caminé los pocos metros que me separaban del mar. Pasé junto a un grupo de chicos que se dedicaban a saltar y a hacer volteretas sobre la arena, impulsándose con la ayuda de una pelota que estaba medio enterrada en el suelo. Sus risas de diversión se me antojaron ajenas, lejanas.

Introduje los pies en el agua helada y cerré los ojos mientras la brisa marina jugaba entre los mechones de mi pelo. Sentí mis extremidades tensarse ante el cambio de temperatura, pero no me moví ni un centímetro, ni siquiera cuando noté la calidez de sus dedos en la palma de mi mano.

—¿Estás bien? — me preguntó en un susurro, claramente preocupado.

No tuve las fuerzas de contestar con palabras. Volteé mi cuerpo hacia él y pegué mi rostro contra su pecho. Entonces, me atreví a abrir los ojos, clavándolos en la arena. Los fijé en nuestros pies. Descubrí que también se había quitado los zapatos y arremangado los pantalones.

Me acarició la espalda y la invitación que aquello suponía hizo que las lágrimas nublaran mi visión. La angustia se abrió paso en mi pecho; las acusaciones de mi madre resonaron en mi cabeza. Los sollozos no tardaron en acompañar las lágrimas y comenzó a faltarme el aire. Me aferré a su cuerpo y vacié mi tristeza entre sus brazos.

—No fue culpa tuya — me dijo al cabo de un rato.

Reuní el valor de alzar la mirada y la clavé en la suya. El dorso de su mano me recibió con una caricia que recorrió el borde de mis lagrimales y mis mejillas empapadas. Me enjuagó el rostro con sumo cuidado.

—Lo sé — acabé respondiendo, con la voz rota —. Pero me duele que ella no lo vea de esta forma.

En esa ocasión, no respondió. Se limitó a rodearme de nuevo con los brazos y a envolverme con su silencio. Me abandoné a su calidez.

A veces las palabras no son capaces de reparar el daño de un corazón herido. Los abrazos, sin embargo, pueden llegar a ser el mejor antídoto.

—Te quiero — me sorprendí mascullando entonces.

Las palabras brotaron de entre mis labios de la forma más natural, precisa y sincera posible. Era como si estos hubieran estado destinados a pronunciarlas desde mucho antes de que yo comprendiera la magnitud de su significado.

Noté la boca de Ben posar besos castos en la piel de mi frente y sus manos se ciñeron en mi espalda, pegándome más a él si cabía. Se me disparó el pulso.

—Yo también te quiero.

Cogí aire lentamente y su perfume se adueñó de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien me acompañaba en mi tristeza. Nunca había estado sola, pero era la primera vez que sentía el apoyo incondicional de alguien a ese nivel.

A su vez, temí que la sensación de paz que conseguía transmitirme su cercanía acabara por evaporarse. Confiaba al cien por cien en aquello que teníamos. Sabía que podía confiar en él y que lo que sentíamos el uno por el otro era real, sano y auténtico. Sin embargo, me preocupaba que no fuera para siempre, que una mañana cualquiera uno de los dos se levantara y desabriera que el otro no le aportaba aquello que necesitaba. A fin de cuentas, aquellas cosas sucedían a diario.

Efectos secundarios [2.5].Donde viven las historias. Descúbrelo ahora