Capítulo 61 - Miriam

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Los días siguientes fueron de una felicidad indescriptible, aunque esta sola palabra no basta para transmitir la alegría y el arrobamiento que llenaban todo mi ser

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Los días siguientes fueron de una felicidad indescriptible, aunque esta sola palabra no basta para transmitir la alegría y el arrobamiento que llenaban todo mi ser. Me sentía tan ligera como la pluma de un halcón; no solo por verme libre del peso y el volumen del bebé, sino también por el júbilo de sentirme misteriosamente unida a él. Siptah era una criatura independiente, pero al mismo tiempo siempre formaría parte de mí. Mientras lo sostenía en mis brazos y lo amamantaba, no podía dejar de sorprenderme del hermoso milagro que era: los rasgos delicados de su rostro, su pechito moviéndose arriba y abajo con cada pequeña y plácida respiración, sus manitas tan pequeñas que apenas podrían sujetar un junco de río, y los diminutos ruidos que hacía al alimentarse, al estar cansado o necesitado de mis abrazos.

Tras la celebración del nacimiento, permanecí quince días en la sala donde había dado a luz, cantándole a mi hijo, como lo había hecho mi madre con cada uno de los suyos. La primera noche apenas si conseguí dormir: la emoción no me dejaba. Pasé con un sueño intermitente hasta el amanecer, notando la respiración de Siptah, sintiendo su olor, pensando en lo maravilloso que era ¡y en lo feliz y agradecida que yo estaba con Dios! Nada en el mundo era ahora más hermoso para mí que ver a mi niño dormir. Me moría de ternura cada vez que extendía sus deditos y abría sus ojitos empañados, como buscando o recordando algo, y aún más cuando esos ojitos se detenían en mí y parecía que una chispa de pensamiento brillaba en ellos.

Durante esas dos semanas estuviste siempre a nuestro lado, Ramsés. Pediste a la servidumbre que te instalaran una cama aparte en la misma habitación para no molestarnos a Siptah y a mí, y nos hiciste sentir protegidos con tu constante vigilancia: te levantabas en medio de la noche para acercarte a mi cama y cerciorarte de que tu hijo y yo estuviéramos bien, y te mostrabas siempre diligente para cumplir cualquiera de nuestras necesidades.

Al igual que yo, tú también volcaste todo tu amor en Siptah desde el primer instante. Le hablabas como si ya pudiese entenderte, y me decías que nunca imaginaste que fuera posible amar tanto a otro ser, más que la suma de todos los afectos anteriores, más que a ti mismo. Y yo veía que así era: que ningún sentimiento que hubieses experimentado antes se parecía al que Siptah te provocaba. Podías pasar horas contemplándolo, sosteniéndolo entre tus brazos o contra tu pecho, con deseos de apretarlo más, pero siempre conteniéndote para no lastimarlo. Besabas sus piecitos, su barriguita, sus manitas y su cabecita apenas cubierta de pelo. Me contabas que durante el día te sorprendías a cada rato pensando en él mientras atendías tu trabajo, y en la noche te instalabas en una poltrona con el niño, sintiendo el dulce peso de su cabeza en tu hombro.

Temblábamos pensando en los accidentes o pestes que podrían arrebatárnoslo, por eso su cuna de ébano estaba cubierta de todo tipo de amuletos. Intentábamos no amarlo tanto porque sabíamos que los niños eran frágiles y muchos de ellos no sobrevivían al primer año. Sin embargo, cada día junto a él era una aventura y ni tú ni yo podíamos resistirnos a mimarlo y adorarlo. Nos reíamos con los nuevos gestos que hacía cada vez que estaba feliz, cansado, frustrado o triste. Al término de aquellas dos semanas su pequeño rostro ya no estaba enrojecido, las arrugas se habían alisado y sus ojos azules eran más redondos, más grandes, y habían perdido aquel extraño aspecto de oblicua rendija propio de los recién nacidos.

Libi ShelekhaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora