Capítulo 11

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Durante tres largos días las tropas egipcias continuaron su búsqueda sin cesar, y Ramsés vagó sin rumbo por la ciudad de Megido. Desde el día en que Miriam había escapado, no volvió a verla ni a saber absolutamente nada de ella o de su paradero. Suponía que estaría en las calles mendigando, o que quizá se habría refugiado en alguno de los albergues sospechando que el prínipe no se rebajaría acercándose a un lugar así.

Sea como fuere, lo único que Ramsés deseaba era que ella estuviera pasándola tan mal como él, o incluso peor. Se había resistido por completo a pedir limosna pese a que sentía estar muriéndose de hambre, y estuvo dormitando dos noches en un callejón junto al pórtico de una taberna. Al tercer día, finalmente se levantó del suelo y se dispuso a abandonar el lugar. No soportaba estar un día más sin comer, así que, pasando por encima de su dignidad de príncipe, fue hasta el mercado para ver si lograba rescatar una fruta en buen estado entre la mercancía magullada que los mercaderes preferían arrojar a la basura.

Megido era una ciudad ruidosa y polvorienta, como casi todas las ciudades asirias de aquel entonces, y sus calles serpenteantes eran tan confusas que Ramsés tardó cerca de una hora en encontrar el camino correcto hacia la plaza. Al llegar, anduvo con el mismo recelo con el que lo habría hecho en una calle llena de maleantes: a paso rápido y evitando rozar con la gente para no ensuciarse, aunque su ropa ya estaba más sucia que la de los labradores. De repente, mientras iba pasando por un puesto de flores, le pareció ver a Miriam a unos cuantos metros, atendiendo un puesto de frutas junto a otras mujeres.

Creyendo que tal vez se trataba de un espejismo o de alguien muy similar a la hebrea, Ramsés se quedó un rato mirádola fijo. Y luego de darse cuenta de que en verdad era ella, caminó despacio a su encuentro en medio de la multitud. Cuando llegó, la tomó del brazo para girarla hacia él y verle la cara. En el momento en que los ojos de ambos se encontraron, la aparente tranquilidad de Miriam se tratocó en una expresión de sorpresa y miedo. Intentó zafarse de la mano de Ramsés, pero él la sujetó con la fuerza de un grillete.

Una de las mujeres que acompañaba a Miriam, se acercó al ver lo que estaba pasando y le dijo a Ramsés:

Oiga, si no pretende comprar algo suelte a la chica y aléjese de aquí.

Ramsés volvió una mirada fúrica hacia ella.

—¡Cállese y métase en sus asuntos! —le contestó y se fue arrastrando a Miriam del brazo, lejos del puesto de frutas, mientras la mujer llamaba a uno de sus ayudantes para que socorriera a la hebrea, porque pensó que el príncipe era algún acosador borracho.

El ayudante de la mujer, que doblaba a Ramsés en fuerza y volumen, lo detuvo exigiéndole que soltara a Miriam. El príncipe se negó, exigiéndole a su vez que se apartara del camino, pero el ayudante hizo caso omiso y se paró una y otra vez frente a Ramsés para impedir que se marchara, hasta que este perdió la paciencia y lo embistió. El acto encendió la furia del ayudante, quien se devolvió hacia Ramsés y le asestó un puñetazo que también lo mandó al suelo. Miriam reaccionó de inmediato y se paró frente al ayudante, pidiéndole que la dejara hablar un momento a solas con Ramsés.

El hombre se retiró y el príncipe escupió con rabia un poco de sangre en el suelo, cerciorándose de que aún tenía los dientes completos. Miriam se agachó para preguntarle si estaba bien.

—¿Perdido en esta maldita ciudad y con un puñetazo en la cara? ¡No imagino cómo podría estar mejor! —contestó sarcástico y exasperado.

A pesar de la actitud agresiva del príncipe, Miriam sintió pena por él debido al lamentable estado en el que se encontraba: ojeroso, hambriento, con los labios partidos de sed y las ropas sucias. Nunca en la vida esperó ver a alguien de la realeza de tal manera, y lejos de sentirse a mano o alegrarse, se compadeció. Ramsés la sacó de sus pensamientos agarrándola bruscamente del brazo.

Libi ShelekhaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora