Capítulo 55

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Ramsés despertó en las primeras luces de la alborada, abriéndose un lento paso por las brumas de la somnolencia, donde aún se mantenían fugazmente vívidos los sueños confusos y entrecortados que tuvo durante la noche

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Ramsés despertó en las primeras luces de la alborada, abriéndose un lento paso por las brumas de la somnolencia, donde aún se mantenían fugazmente vívidos los sueños confusos y entrecortados que tuvo durante la noche. Le dio apenas un breve vistazo a lo primero que apareció ante sus ojos y enseguida volvió a cerrar los párpados con cobardía, queriendo convertir en sueño esa realidad donde su madre se había ido para siempre y él debía enfrentar el vasto mundo sin ella. Le dolía un poco la cabeza debido al estrés y la intensidad con la que había llorado el día anterior, pero aquella molestia era ínfima comparada con la sensación de que tenía el corazón suspendido en un lúgubre vacío.

Queriendo estirarse, tuvo repentina conciencia de un peso bajo su brazo derecho y abrió los ojos recordando en un segundo a quién había traído consigo la noche anterior. Volvió la mirada hacia el lado opuesto de la cama y vio a Miriam plácidamente acurrucada en su costado, con la cabeza sobre su brazo derecho y una pierna ligeramente recargada sobre la rodilla de él. El ámbito de los aposentos parecía ocupado por una tenue luz otoñal, silenciosa y tibia, por lo que la hebrea parecía sumergida en un contraste sepia que realzaba el tono oscuro de su cabello, sus cejas y sus pestañas. El brazo de ella rodeaba el abdomen de Ramsés, y —aunque deseó estrecharla y despertarla con una sucesión de besos— él respetó su sueño, suponiendo que no habría otra oportunidad cercana para contemplarla así. La examinó entonces con una expresión que lo mismo había podido ser de devoción o de estupor. Logró entrever su desnudez tras las finas telas que ocultaban el cuerpo de Miriam; y sus labios de fulmíneo bisel le parecieron en ese instante la vida misma, como una ardiente flor nutrida con la savia.

Miriam suspiró cálidamente, tan inconsciente de sí como de su propia hermosura, y Ramsés aspiró con amor el aire purificado por la buena salud de su aliento. Le pareció sentir que por un instante ella le transmitía unasensación física de bienestar; como si una especie de luz y de calor hubiese penetrado de pronto en su corazón. Ella era la única expresión armoniosa entre el sufrimiento; como una mariposa aleteando en el aire de la muerte, o una rosa impasible en la terrible umbría. Ramsés quería dejarla dormir un poco más y le apartó el brazo que ella tenía sobre él, tomándola con mucha suavidad de la muñeca. Pero Miriam, que a ninguna hora de la noche había alcanzado el sueño profundo, percibió el delicado toque y abrió los ojos. Las miradas de ambos conectaron en medio de la opacidad. La hebrea incorporó la mitad del cuerpo y puso una mano amorosa en la mejilla de Ramsés.

¿Estás bien? —le preguntó apenada.

Estoy bien —respondió él, poniendo su mano sobre la de ella para apartarla con suavidad y salir de la cama. Primero se sentó en el borde del lecho, sobándose el rostro fatigado, y Miriam se aproximó y le rozó la espalda con sus dedos. No quería que se marchara aún y lo abrazó a modo de ruego silencioso. Lo sabía sumido en el letargo de la tristeza; los lanceolados ojos del rey se habían vuelto tristes y mansos de tanto llorar, y ella podía verlos absolutamente umbríos por la aflicción, casi brunos. No quería dejarlos así; quería ablucionar al faraón en su amor hasta que los ojos le volvieran a brillar un poco. Le dio un beso en el cuello y él se volvió para mirarla de frente; sonrió, pero sus ojos permanecieron apagados.

Libi ShelekhaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora