Capítulo 67: Batalla de Qadesh

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Luego de culminar la misión para la que había sido encomendado, Ikeni regresó a Menfis y marchó hacia la residencia real

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Luego de culminar la misión para la que había sido encomendado, Ikeni regresó a Menfis y marchó hacia la residencia real. Una vez allí, se identificó en voz alta mientras llamaba a la puerta de la habitación donde Ramsés permanecía enclaustrado; desde adentro, la voz estragada del soberano le ordenó pasar.

La habitación yacía en penumbras, pero el sol se metía a cuchilladas por las persianas. Olía a alcohol y aliento de ebrio, pero el soldado atravesó valiente la estancia, soportando el hedor. En la recámara principal, encontró a Ramsés sentado al borde de la cama, vestido únicamente con un faldellín y las manos vendadas porque, la noche anterior, en un ataque frenético, había reventado a puñetazos todos los vitrales decorativos de la estancia, solo porque estos le recordaron en un instante los vitrales que él había mandado a fabricar para su boda con Miriam.

Ikeni hizo una reverencia que Ramsés no notó, y dijo con cierta vacilación:

He cumplido satisfactoriamente la misión que me encomendó, señor.

Ramsés se pasó una mano sobre el rostro salpicado por los estragos del vitral.

¿Dónde la dejaste? —preguntó, refiriéndose a Miriam.

En el desierto, como usted me lo ordenó.

Un suspiro exánime brotó de los labios del soberano.

Ve con Paser para recibir tu recompensa y no cometas la imprudencia de hablar con alguien sobre esto. Retírate.

Ikeni se despidió con otra reverencia imperceptible en la penumbra y se encaminó a la salida en silencio y sin juzgar mentalmente siquiera el estado de su rey, como buen soldado.

El faraón observó con repudio los rayos de luz que Ra intentaba colar en su habitación y se dejó caer de medio lado en la cama, como un moribundo que naufraga en medio de una nada inmensa. La mujer que amaba lo había traicionado. Lo había despertado de su feliz ignorancia, dentro de una pesadilla de intrigas que nunca habría adivinado que existía. No quedaba nada por decir salvo que fueran maldiciones. ¡Maldita la vida y maldito todo el mundo!, el cielo, la tierra, y la propia sangre que irrumpía ahora en sus venas, caliente, violenta, loca y venenosa.

Libi ShelekhaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora