Capítulo 64 - Miriam

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Recuerdo vagamente el breve trayecto hasta el campamento hitita

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Recuerdo vagamente el breve trayecto hasta el campamento hitita. Era como si mis ojos de antes hubieran sido reemplazados por otros nuevos y engañosos; veía el chispear de varias luces intensas en el aire, el contorno de los árboles al revés, contra el cielo, y el esplendor de Ra, con su rojo anaranjado contra colinas de arena infinita; todo, con un inquietante ilusionismo.

Mi cabeza daba vueltas debido al soporífero que me habían hecho inhalar en aquel pañuelo, y mi espalda se hallaba terriblemente tronchada sobre el caballo que aún me cargaba.
Mis oídos trataban de identificar los sonidos confusos a mi alrededor: insectos, aves, humanos. Trotes de pezuñas y ecos de voces masculinas viajaban a gritos de un lado a otro, perdiéndose entre las dunas. Pero yo no lograba enfocar el rostro de sus dueños. Todos eran apenas una cuantía de manchas oscuras, desperdigadas sobre otras manchas a escalas grises que eran sus caballos.

No sé con seguridad cuántas horas transcurrieron, pero debieron ser más de ocho, porque ya estaba oscureciendo cuando llegamos al campamento. Me pareció que el crepúsculo se había presentado de golpe. Pero no era así, naturalmente. Lo que ocurría era que el tiempo no me parecía una sucesión normal de minutos sino una cosa de carácter monstruoso. El sol había recorrido su camino por el cielo, como si aquel fuera un día cualquiera. Hubiera tenido que detenerse. Hubiera tenido que lanzar chispas. Cualquier cosa menos aquel pacífico tránsito por el cielo para acabar en un crepúsculo como cualquier otro.

El movimiento de la caravana se hizo cada vez más lento. Mientras nos acercábamos a su destino, pude ver el borroso resplandor de las hogueras de los enemigos y el humo que se desplazaba hacia el cielo. Varios perros encadenados en algún lugar del campamento empezaron a ladrar de pronto, pero un grito cerril de hombre los hizo callar en seco. Entonces se hizo un silencio tal, que a través del desorden de los caballos y las sílabas de la crepitación de la madera me pareció escuchar el aliento desolado del mar.

Sacudida por un espanto, sentí que todos los caballos se detenían y alguien me agarraba de las piernas para desatarme del lomo del animal. No fue hasta entonces que volví a percibir todos mis miembros y me di cuenta de que también tenía los pies y las manos atadas, y de que en mi boca seguía amarrada la mordaza con la que me habían sedado. La única iluminación provenía de las fogatas del campamento; el resto, incluyendo el cielo, estaba profundamente sumido en sombras.

Libi ShelekhaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora