Epílogo

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Epílogo

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Epílogo

Steve atravesó las cintas de la policía que ahora rodeaban lo que había sido su hogar y entró a paso lento, renuente. Después de todo, decir adiós nunca es fácil, pero, era necesario. Debía decirle adiós a esa parte de su vida, limpiarse de todo lo ocurrido, hacer una catarsis que le permitiera seguir adelante sin cargas ni arrepentimientos. Tenía por delante un futuro incierto pero prometedor junto a la mujer que amaba y no quería llevar a su nueva vida los retazos rotos y manchados de sangre de la anterior. Natasha merecía un hombre sin cargas en la espalda y él se lo daría. Pasó por la sala sin detenerse a observar los charcos de sangre en el suelo y subió las escaleras dirigiéndose directamente a su antiguo cuarto.

Dentro, parecía que un tornado se había desatado. Las pinturas y dibujos que solían decorar las paredes estaban rasgadas y convertidas en jirones en el suelo, su cama destrozada, el colchón con los resortes expuestos y las almohadas rotas y despanzurradas en el suelo. Todas sus pinturas y materiales estaban tirados a su alrededor, manchando la alfombra y sus cuadernos convertidos en cenizas en lo que parecía una hoguera en el centro del cuarto. Era extraño, pero, no le dolió la imagen. Eso era precisamente lo que buscaba: quemar todo lo relacionado con el pasado. Sin embargo, había también partes de su pasado que merecían la pena conservarse... hasta antes de que comenzara la pesadilla, había sido un hombre feliz y esos recuerdos felices no merecían perderse junto con lo demás.

Con eso en mente, revisó los cajones del escritorio, esperando encontrar algo que se hubiese salvado de la rabia de Douglas. Todos los cajones y su contenido habían sido vaciados y destruidos como el resto del cuarto, pero, debajo de un montón de ropa chamuscada encontró un viejo portarretratos pintado que hizo para la escuela cuando aún era un niño. Al final había entregado otro, porque el capitán le dijo que esa fotografía no podía verla nadie más que no fueran ellos. En la foto, Douglas, Bucky y él sonreían y enseñaban a la cámara el pez que acababan de atrapar en el lago Heather. Ambos tenían doce años y eran sus primeras vacaciones luego de la muerte de su madre. Aún pesaba sobre ellos la pérdida de la mujer, pero, por fin habían vuelto a sonreír y estaban esperanzados de los que el futuro les traería.

Con una sonrisa melancólica, rompió el marco de cartón y macarrones pintados y cogió la fotografía, cogiéndola por un extremo para romper el trozo en el que aparecía Doug. Pero, a último momento se detuvo. El Douglas de doce años no tenía culpa de lo que había hecho su versión adulta. En ese entonces, aún era un niño inocente y sonriente, amante de su familia y feroz defensor de su hermano menor. Suspiró suavemente y dobló la fotografía, guardándola en el bolsillo de su chaqueta, llevándose con él un trozo de su infancia feliz. Del resto del recorrido de la casa, rescató apenas un par de cosas que se escaparon de la ira de su hermano y se las llevó consigo: fotografías, un par de cartas y libros de su padre, una botella de su perfume y sus medallas, escondidas en la caja fuerte que Douglas no supo abrir.

Con todos sus pequeños tesoros en los brazos, salió de la casa en la que creció y cerró la puerta tras él, sin volver a mirar atrás. La casa era propiedad del gobierno y ellos sabrían qué hacer con la propiedad ahora que el capitán no estaba. Él no la quería. No podría vivir en el lugar en el que todo lo que conocía y amaba se había truncado y se había convertido en una pesadilla. No, definitivamente, no podría vivir ahí. Un par de días después, Amanda los citó a su oficina. La mujer aún no había sido removida de su puesto y enfrentaba un juicio en el que se debatía sobre su responsabilidad en las acciones del ex Capitán América. Amanda renunciaría, de eso estaba segura y asumiría todas las sanciones que quisieran darle, pero, primero, quería dejar todas sus deudas saldadas.

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