A los seis años de edad cualquier niño es demasiado inocente y pequeño para muchas cosas que los adultos considerarían de importancia, y sin embargo muchos de ellos eran suficientemente maduros para comprender lo que sucedía a su alrededor aunque sus mentes quizás no eran capaz de procesarlo como debería. Con el tiempo la memoria se pierde, pero los momentos que más impresionaron siempre permanecían en algún rincón dormido; o no.
Eso le había sucedido a ella con esa misma y tierna edad, en un pequeño departamento que compartía con sus padres a las afueras de Londres, en un barrio que a ella y a sus muñecas le resultaba feo.
A pesar de que su mamá no siempre podía cumplir con sus caprichos y que su papá no le daba tantos abrazos como deseaba, era una niña feliz. Tenía un techo bajo el cual dormir y siempre un plato de comida en la mesa; era lo que importaba, le recordaba su mamá siempre que podía.
Pero hubo cierto día donde sintió un cambio, algo que no llegó a comprender hasta que no se hizo notorio en su madre: su panza había empezado a abultarse poco a poco y no le hizo falta darse cuenta que allí dentro había un bebé que crecía con cada día que pasaba.
Fue feliz con la noticia que descubrió por sí sola, pero por alguna razón que no lograba comprender, sus padres no lo fueron. Ellos empezaron a gritarse más; mamá lloraba encerrada en la habitación y papá pasaba más tiempo fuera lejos de ellos. Creyó que sería su tarea arreglar lo que se había roto entre ellos y lo hizo lo mejor que pudo con lo que tenía al alcance.
—Cuando nazca el bebé podré jugar y cuidar de él —dijo con toda su inocencia infantil—, y ya no querré que me compren más juguetes.
Para ella era una solución, pero su madre había sollozado aún más fuerte y su padre pronunció esas palabras con las que debía taparse los oídos. Eran malas y no debía repetirlas.
La situación en el pequeño departamento no mejoraron, pero ella no perdía la esperanza de algún día poder disfrutar del pequeño bebé que seguía creciendo en el vientre de su madre. A veces dejaba que apoyase su mano en él y podía sentir movimientos que le sacaban sonrisitas de diversión.
—Ojalá sea una niña —dijo una noche antes de dormirse cuando su madre la despedía con un beso en la frente—, tendremos más juegos que compartir, y podrá usar la ropa que me vaya quedando pequeña.
Pero como siempre ella no decía nada. Sus ojos brillaban con las lágrimas pero ni siquiera tenía la valentía de derramarlas, tan solo dejándola en la soledad de su habitación con sus sueños infantiles.
Cada día despertaba deseando que el bebé ya apareciera en su vida, no sabía cuándo llegaría ese momento pero siempre estaba preparada como la hermana mayor que sería. Sus padres en cambio no se mostraban igual de emocionados: no compraban las cosas que los bebés usaban y que ella veía en la televisión. No había ni cuna ni osos ni ropita diminuta, preguntándose si solo ella era la feliz en la familia.
Y un día, el día llegó.
Había abandonado la cama en la mañana en busca de sus padres para el ritual del desayuno que era lo único que parecían compartir. Pero no había hallado a nadie, ni en su habitación, ni en el baño ni en la pequeña cocina.
Era lo suficientemente grande para saber dónde estaba la leche y el cereal, y aunque ensuciando un poco la mesa en el proceso no se quedó con el estómago vacío. Se sentó en una silla a ver dibujos animados en la televisión, y simplemente esperó.
Cuando su pancita comenzó a rugir de hambre oyó la única puerta de entrada abrirse y fue allí a donde se precipitó con la rapidez que sus cortas piernas le permitían para dar la bienvenida a sus padres quienes no habían llegado solos. Lo supuso por el llanto y lo corroboró por el bulto que su madre cargaba en brazos.
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En cuerpo y alma
RomanceMargo Parryl se siente regocijada con la vida que lleva. A pesar de haber sido abandonada de bebé, encontró el amor en la maravillosa familia que la adoptó: sus padres y su hermano Henry son lo más preciado que tiene. En una época de cambios, donde...