Peeta

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El martes por la mañana, entré en la clase de literatura irascible y
nervioso. Después de venir directamente desde el laboratorio de impresión más cercano donde había impreso un documento rehecho de ocho páginas para la Dra. Everdeen, me sentía abierto en dos y en carne viva.

Ella había exigido que hablara de mis sentimientos. Así que hablé. Puse mi alma en la estúpida tarea. Había cavado dentro de mí y lo puse todo en el papel, descubriendo cosas que no me di cuenta incluso de haberlas sentido.

Sin decir una palabra a la mujer ya sentada detrás del escritorio mientras rebuscaba dentro de un maletín abierto, dejé las páginas grapadas en un lugar vacío, bocabajo.

Alzó la cabeza de golpe, sus grandes ojos grises le daban un aspecto
muy joven para tener un doctorado. Estrechando la mirada, pasé un segundo observándola antes de darme la vuelta y buscar un sitio para sentarme. Después de acomodarme en mi silla, miré en su dirección para verla observando el ensayo con curiosidad. Luego, sin darle la vuelta para leerlo, lo deslizó con cautela por la mesa y lo guardó en el bolsillo de malla dentro de la
tapa de su maletín. Después cerró el pestillo, levantó su atención y comenzó la clase... como si nada aplastante en la tierra hubiese acabado de suceder.

Dejé escapar un suspiro. Se terminó. Acabado. No tenía que volver a
insistir con esa cosa estúpida y ridícula. Aunque un par de mis dedos estaban vendados porque les había dado un golpe en un partido de entrenamiento de este fin de semana, los tamborileé sin cesar en mi muslo. No podía quitar mis ojos de ese maletín cerrado. Con la sangre corriendo por mis venas como un exceso de velocidad de un tren, no podía librarme de este loco e inquieto sentimiento de pánico.
A mitad de la clase, de repente me di cuenta de lo que había hecho. Dejé entrar a una mujer que me disgustaba a mis pensamientos más íntimos. Jesús, confesé todo para ella, todos mis miedos e inseguridades, mis deseos y sueños
más profundos, mi infancia jodida y todos los problemas de mis hermanos. Y el mayor de mis secretos.

Ahora ella sabría cuántas veces tuve que quedarme en casa para cuidar a
los niños cuando mi madre nos dejaba para emborracharse y drogarse antes de llegar a casa para follarse a un desconocido en nuestro sofá. Sabría cuantas
veces me había metido en problemas en la escuela por ser un miembro de la familia Mellark. Sabría exactamente lo mal que pensaba de mí todo el mundo
en mi ciudad natal. Sabría...
Ella lo sabría...

Mierda, ella podría romperme con todo el forraje que yo había juntado
cuidadosamente y entregado en mano. ¿Qué demonios había hecho? ¿Qué pensé al escribir toda esa mierda? Tan pronto como comencé, sin embargo, perdí el control y escribí mis pensamientos y sentimientos y la vida familiar;
simplemente seguí, incapaz de detenerme. Las palabras salieron de mí.  Pero ahora... ahora...

Un sudor frío se filtró por el centro de mi espalda. No oí ni una sola
palabra de la conversación que me rodeaba. Solo podía mirar con sombría fatalidad a ese maletín negro.

Tan pronto como acabó la clase una hora y media más tarde, me levanté
de mi asiento, decidido a rectificar esta situación. Corriendo a toda velocidad, pasé a otros estudiantes para atraparla antes de que se fuera y me la encontré aún en su escritorio. Cuando la alcancé apenas había reabierto su maletín para
meter sus notas en el interior.

—¿Dra. Everdeen? —Totalmente sin aliento, mi voz la sobresaltó. Alzó la
vista y tendí la mano con impaciencia—. Acabo de recordar algo que me olvidé de poner en ese trabajo. ¿Puedo recuperarlo?
Con una elevación de sus cejas, bufó. —No lo sé. ¿Puede?
Apenas me contuve de poner los ojos en blanco. Sin saberlo, la mujer
tenía el poder para aplastarme, esperando inofensivamente en su maletín, ¿y ella quería corregir mi puta gramática? Era de esperarse.

La Dra. Everdeen.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora