Katniss

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Tres días después de ponerle una F a Marci Bennett por no entregar su
tarea, el Dr. Frenetti llamó a mi teléfono.

—Katniss, necesito que vengas a mi oficina. Ahora mismo.

El tono contraído en su voz me dijo todo lo que necesitaba saber. Pasé
unos segundos cerrando todos los programas en mi computadora y ordenando mi escritorio antes de que me levantara y arreglara los pliegues de mi falda y chaqueta. Aunque mis rodillas se sentían como fideos cocidos, mantuve mi
espalda erguida y caminé la corta distancia a la oficina del decano en un ritmo ordenado y tranquilo.
Cuando golpeé la puerta abierta de Frenetti y miré dentro, encontré a
otro hombre, usando pantalones enrollados marrones y una camiseta en apoyo los Vikingos de atletismo, recostado en una silla frente a él. Los dos hombres se
volvieron hacia mí. Frenetti frunció el ceño en su forma típica. Su visitante me miró lascivamente y dejó que su mirada viajara por mi cuerpo como si me hubiera visto desnuda, lo que —oh, Dios— tal vez hizo. Crucé los brazos sobre
mi pecho como si eso le pudiera impedir comerme con los ojos.

—Katniss —dijo Frenetti mientras señalaba al pervertido que me miraba embobado—. Este es Rick Jacobi, el entrenador en jefe del equipo de fútbol. Asentí, y un trozo de plomo caliente cayó en la boca de mi estómago Esto fue todo. Mi carrera se terminó.

Peeta.

Mi voluntad de seguir marchando hacia adelante disminuyó seriamente en la semana desde que jodí las cosas con Katniss. No quería ir a trabajar cada noche, o asistir a clases todos los días, o seguir sudando en los entrenamientos
jodidos cada mañana. No quería contestar el teléfono cuando Caroline llamaba. No quería nada. Excepto a mi mujer. Pero eso no iba a suceder, así que seguí haciendo toda la mierda que ya no me importaba.

Con mi bolsa llena de ropa de ejercicio para cambiarme colgada
pesadamente sobre mi hombro, me arrastré hacia el complejo deportivo de la universidad para mi jodido entrenamiento con pesas del amanecer. Bostezando, me froté con la mano la mandíbula. No me había afeitado en días y me estremecí ante el tirón de los músculos doloridos. Acababa de doblar por el pasillo hacia el vestuario cuando alguien detrás de mí me llamó frenéticamente. Mirando alrededor, encontré a Gale y Hamilton deslizándose por la esquina y corriendo hacia mí. Con el ceño fruncido, pregunté—: ¿Qué demonios están haciendo en el
entrenamiento de la mañana? —Gale solo entrenaba por la tarde o no lo hacía. Se negó incluso a pretender ser una persona mañanera.

—Ham me llamó. —Jadeante al alcanzarme, me agarró del brazo y me tiró en la dirección opuesta de los vestuarios—. Hombre, tienes que venir con nosotros. Ya mismo.

No acostumbrado a que mi mejor amigo actuara tan perturbado, miré a Hamilton. Pero parecía como si fuera a cagarse en los pantalones en cualquier momento. La inquietud se agitó dentro de mí. Me resistí al jalón de Gale. —¿Qué está pasando?

—Simplemente... —Gale me dio un tirón, no muy gentilmente—, vamos.

Me condujeron a un cuarto de baño. Cuando Gale se agachó para ver que
todos los puestos estuvieran vacíos, Quinn cruzó los brazos y apoyó la espalda contra la puerta para que nadie pudiera entrar. Su comportamiento hizo parecer que se preparaban para patearme el culo o algo así. Y si no los conociera mejor y confiara en estos chicos con algunos de los secretos más grandes de mi vida, podría haber estado preocupado. Pero entonces me di cuenta; eran los dos únicos chicos del equipo que conocían mi único gran secreto. Ácido llenó mi estómago, agudo y doloroso.
Casi me doblé a la mitad mientras dejaba escapar un suspiro tembloroso. Mi bolsa de deporte se deslizó de mi hombro y se golpeó contra el suelo.

—¿Katniss? —dije, sabiendo que esto no podía ser otra cosa.
Gale se enderezó desde el último puesto y me miró por un momento antes de decir—: Sí.

La Dra. Everdeen.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora