Evangeline entró corriendo en el edificio de Drake medio asfixiada mientras
buscaba a Edward. Para su alivio, estaba en el vestíbulo y cuando la vio, fue hacia
ella con una cálida sonrisa en el rostro.
—No tengo mucho tiempo, Edward. Tengo que llegar al piso para poder organizar
la sorpresa, pero necesito un favor. Igual que antes te he pedido que no dijeras nada
de que te había enviado a comprar, cuando el señor Donovan entre, no le digas que
estoy aquí. Si pregunta, dile que me fui con Maddox a las cinco y que no he vuelto.
Al hombre le brillaron los ojos, pero contestó solemne:
—Tu secreto está a salvo conmigo, Evangeline. No diré ni una palabra, te lo
prometo.
Ella lo estrechó entre sus brazos y lo dejó algo nervioso y aturullado.
—Gracias —repuso ella con fervor—. Ahora, si me disculpas, subo que voy muy
justa.
—¿Quieres que te avise cuando el señor Donovan entre en el ascensor?
Ella ni siquiera se lo había planteado y le pareció una idea excelente.
—Perfecto. No había caído en eso. Muchas gracias.
—De nada. Ahora, sube, que no se te estropee la sorpresa.
Pasó a toda prisa junto a él de camino a los ascensores y luego entró corriendo en el
lujoso apartamento. Se fue derecha a la cocina, introdujo las guarniciones en el horno
y usó tres sartenes para cocinar la ternera en la vitrocerámica. Calentar los entrantes
era cuestión de segundos, así que los dejaría para el final.
Después de cerciorarse de que todo estuviera en orden, fue al dormitorio a
cambiarse, peinarse y maquillarse. Se esmeró en quedar perfecta mirando el reloj de
vez en cuando para que no se le estropeara la cena.
Cuando quedó satisfecha con el resultado final, se miró al espejo y puso unos ojos
como platos.
Estaba… hermosa. Incluso sexy. Había optado por maquillarse los ojos dándoles un
efecto ahumado y sensual, con un brillo de labios transparente para no robarle
protagonismo al efecto dramático de la mirada. El pelo le había quedado bien
recogido con un moño sutil con algunos mechones sueltos que flotaban delicadamente
por su cuello. La gargantilla y los pendientes le quedaban increíbles, muy en línea con la imagen
de mujer sofisticada con la que podría verse a Drake. Además, el vestido le quedaba
como un guante y le acentuaba las curvas. Por una vez, no se lamentaba de sus
imperfecciones porque esta noche estaba muy femenina.
El vestido le llegaba un poco más arriba de las rodillas y los zapatos de tacón le
hacían las piernas más largas y bonitas.
Se abrochó la última joya, el brazalete, se puso unas gotas de perfume en el cuello y
las muñecas, e inspiró hondo. Drake no tardaría en llegar acompañado y quería estar
lista para recibirles y ejercer de perfecta anfitriona.
Se había asegurado de tener una buena gama de vinos y los licores más caros que
maridaran con los deliciosos entrantes que pensaba disponer con gracia en bandejas
de plata. Iría a echarles un vistazo ahora, y cuando Edward la avisara de la llegada de
Drake, sacaría el aperitivo a la mesita de centro del salón para que los hombres
pudieran relajarse mientras terminaba la cena y ponía la mesa.
Volvió a mirarse en el espejo y sonrió, contenta con su aspecto. Se moría de ganas
de ver la mirada de aprobación de Drake cuando se percatara de lo mucho que se
había esforzado para satisfacer a sus invitados.
Temblaba de la emoción cuando salió del dormitorio para ir a la cocina a
comprobar las guarniciones que tenía en el horno y el estado de la ternera en la
vitrocerámica. Todo el apartamento olía deliciosamente; se quedó aliviada de que no
oliera a comida pasada o quemada.
Abrió un poquito el horno y vio cómo burbujeaban las salsas de las guarniciones y
luego le dio un par de vueltas a la ternera para que ambos lados quedaran hechos de
forma uniforme. Entonces puso a calentar las salsas, que fue removiendo cada cierto
tiempo para que no se le quemaran.
Se notaba el pulso acelerado e incluso se mareó un poco cuando oyó el timbre y
escuchó la voz de Edward por el interfono:
—El señor Donovan y seis de sus socios están subiendo.
—Gracias, Edward —respondió con toda la sinceridad del mundo—. Te agradezco
muchísimo lo que has hecho por mí.
—De nada, mujer. Solo hago mi trabajo, y me alegra satisfacer tus necesidades.
Llevó con pericia tres bandejas a la vez con los aperitivos —al fin y al cabo, había
trabajado de camarera en un pub muy concurrido— y las dejó en el salón. Se dio la
vuelta y dio unos pasos hasta el recibidor.
Se alisó el vestido y se quedó a una distancia prudencial del ascensor para poder recibirlos y, lo más importante, ver la mirada de aprobación y orgullo de Drake
cuando se diera cuenta de lo mucho que se había esmerado para ser una buena mujer
para él y que supiera que, tal como le había prometido, siempre lo cuidaría y
protegería. Quería que se sintiera orgulloso y no se arrepintiera de estar con ella.
Drake había tardado años en perfeccionar esa imagen de persona inescrutable que
le permitía entablar conversaciones que iban de lo más anodino a lo más obsceno con
los «socios» que había invitado esa noche y con los que entraba ya en el ascensor.
Hasta daba la impresión de que le importaba lo que tuvieran que decir.
No solía invitar a nadie a su casa, normalmente optaba por reunirse en una de las
muchas salas de los complejos y oficinas que poseía, o bien en la sala privada de un
restaurante exclusivo. Dependiendo del socio con el que quedara, a veces hasta se
reunía en el Impulse y ocupaba la sala vip con vistas a la pista de baile, ya que Drake
nunca permitía que nadie en quien no confiara entrara en el despacho del club.
Antes de conocer a Evangeline, lo hacía básicamente porque no quería que nadie
entrara en sus dominios privados, pero ahora era para no profanarlos trayendo a esa
escoria a su casa y la de ella.
Sin embargo, algunos asuntos requerían que no hubiera margen de error. No podía
correr el riesgo de que alguien lo escuchara, lo malinterpretara o, en este caso, que lo
vieran en un sitio público con esa gente.
Por suerte había tenido la previsión de que Evangeline no estuviera presente
porque, aunque él sabía controlar sus expresiones, enmascarar lo que pensaba y
permitir que nada de lo que sintiera se reflejara en sus ojos, con ella no podría
aparentar indiferencia, sobre todo por lo sincera que era siempre. Además, su punto
fuerte, el motivo por el que era invencible, era que no tenía puntos flacos que sus
enemigos pudieran atacar.
Hasta ahora. Hasta Evangeline.
Si supieran que ella era su único punto débil, la usarían para machacarlo, porque en
momentos en que no negociaría, porque no tenía motivos, ahora estaría dispuesto a
hacer lo que fuera y sacrificar lo que hiciera falta para mantenerla a salvo.
La sola idea de pensar que podrían herirla o mancillarla por su culpa le helaba la
sangre, y él era un hombre que no temía a nada ni a nadie.
—Vaya pisazo tienes, Donovan —dijo uno de los hombres al llegar a la planta
superior.
Drake esbozó una sonrisa y respondió arrastrando las palabras: —Solo lo mejor, ya sabes. Es la mejor forma de vivir.
—Ya te digo —terció otro.
Se abrieron las puertas del ascensor y Drake se detuvo en seco: le dio un vuelco el
corazón al ver a Evangeline plantada al fondo del vestíbulo con una tímida sonrisa de
bienvenida en la cara y tan increíblemente guapa que por un momento se quedó sin
palabras.
Dios, no. Esto no podía estar pasando. ¿Qué narices…? Iba a matar a Maddox. No,
no podía ser cierto. No lo era. Seguro que se lo estaba imaginando, pero justo
entonces oyó un silbido por detrás que le confirmó que la visión de aquel ángel era
real. Tan real como la pura maldad a la que juró que nunca la expondría.
—Menuda tía —dijo uno de los hombres—. No nos habías dicho nada, Drake.
—No me importaría darle un buen repaso —dijo otro con crudeza, y los demás se
echaron a reír.
—Oye, Donovan, ¿ella forma parte del entretenimiento de esta noche? Porque
reconozco que tú sí sabes organizar una fiesta, colega.
Evangeline se ruborizó; los nervios y la vergüenza se reflejaban en su mirada. La
incertidumbre y el miedo no tardaron en asomarse a sus facciones también. Entonces
levantó la barbilla y se recompuso mientras se les acercaba con una sonrisa renovada.
—Buenas tardes, caballeros. Si pasan al salón encontrarán bebidas y algo de picar.
La cena estará pronto en la mesa.
—Espero que ella sea el postre —murmuró uno.
A Drake se le cayó el alma a los pies y la tristeza le caló hasta los huesos al pensar
en lo que tenía que hacer. Lo que no le quedaba más remedio que hacer. Nunca se
había odiado tanto en su vida como en ese instante.
Evangeline había decidido hacer de anfitriona y se había tomado muchas molestias
por y para él. Porque quería complacerle y que se sintiera orgulloso de ella, para que
supiera que le importaba.
Estaba tan impresionante que quitaba el hipo. Se había puesto las joyas que le había
regalado; unos regalos que la habían incomodado porque ella no quería que pensara
que quería nada. Solo lo quería él, no las cosas materiales que este le ofrecía. Iba
impecable como si quisiera que se sintiera orgulloso y digna de él, aunque era él
quien no la merecía.
Estaba a punto de destrozar el regalo más valioso que le habían dado nunca porque
no le quedaba más remedio.
—¿Qué narices haces aquí, puta? —rugió él—. ¿No entiendes las órdenes que se te dan? Si quisiera que mi última putita jugara a las casitas en mi piso, te aseguro que
hubiera escogido a otra con más clase y la inteligencia necesaria para seguir las
instrucciones más sencillas.
Evangeline puso unos ojos como platos de la impresión y la devastación. Se quedó
inmóvil como una estatua, con lágrimas en los ojos y la cara roja de la humillación.
—Si no sabes ni cocinar, ¿crees de verdad que querría que hicieras la cena para
mis socios y me dejaras en evidencia cuando ya había pedido servicio de cáterin de
uno de los mejores restaurantes de la ciudad?
Las lágrimas le resbalaban ya por las mejillas y empezó a corrérsele el rímel, que
le manchaba la cara de negro.
—Eres una inútil que no sirve ni para seguir instrucciones —repitió con un bramido
—. Arrodíllate —ladró—. ¡Ya! —añadió al ver que dudaba.
Temblorosa y casi a punto de caerse, ella se arrodilló con torpeza e hizo una mueca
de dolor cuando se dio contra el duro suelo de mármol italiano.
Drake se le acercó con paso decidido, se bajó la bragueta y se sacó el pene flácido.
—Chúpamela. Más te vale que me la pongas dura y te tragues hasta la última gota
de semen.
Ella levantó la vista; la tristeza y la traición se reflejaban en sus ojos. Él la agarró
por la cabeza y le deshizo el elegante recogido.
—Abre la puta boca.
Le temblaban los labios; la vergüenza y la humillación dieron paso al miedo.
Miedo. Lo único que juró que no quería que sintiera.
No fue cuidadoso, no podía permitírselo. En cuanto separó los labios, le introdujo
el miembro hasta la garganta, lo que la hizo atragantar.
—Ni siquiera sabes comérmela —dijo, asqueado.
Le asió la cabeza con fuerza y empezó a follarle la boca con una fuerza que nunca
antes había empleado con ella.
Como sabía que no podría correrse de ninguna manera porque no estaba nada
excitado por la brutalidad con la que la estaba tratando, le dijo con voz ronca:
—Trágatelo todo. Como se caiga una sola gota, te voy a castigar de tal manera que
no podrás sentarte en una semana.
—¿Por qué me haces esto? —susurró ella con lágrimas en los ojos, lo
suficientemente bajo para que los demás no la oyeran.
—Porque me has desobedecido descaradamente.
En el cuerpo y la expresión de Evangeline se reflejaba su sentimiento de derrota mientras se movía robóticamente, soportando ese trato brutal por parte de Drake. Sin
embargo, verla llorar fue su perdición y se alegró de tener a los socios detrás para
que no vieran la expresión atormentada de su rostro. Una aflicción de la que ni si
quiera Evangeline se percató porque había desconectado y la embargaba un
entumecimiento por todo el cuerpo.
Se odiaba mucho más de lo que llegaría a odiar a nadie. Ni siquiera a su padre o a
su madre. Cuando hubo pasado un tiempo creíble follándole la boca para que
resultara convincente que se había corrido, le pidió que se lo tragara y le lamiera
hasta la última gota que le quedara en la polla y los labios.
Entonces la incorporó de malas formas y la empujó hacia la cocina.
—Deshazte de lo que sea que hayas cocinado, limpia las ollas, sartenes y utensilios
que hayas usado, y tira a la basura la mierda que has sacado al salón. A partir de
ahora, no te acerques a mi cocina ni a mis negocios. Solo me sirves en el dormitorio.
Y para que te quede claro, cuando vuelva serás castigada con dureza por desobedecer
una orden directa, una orden que no me trago que hayas malinterpretado.
Vaciló, odiándose cada vez más con cada palabra odiosa y despreciable que
escupía.
—¿Cuál es tu deber, puta? ¿Qué es lo único que tienes que hacer?
—Obe… obedecer —dijo con la voz ahogada.
—Una sola cosa y ni siquiera sabes hacerla —le espetó con asco fingido.
Entonces se volvió hacia los hombres que lo habían acompañado, asqueado al ver
lo excitados que estaban tras haber presenciado cómo humillaba a Evangeline y cómo
la había obligado a hacerle una mamada delante de ellos. Le entraron ganas de
vomitar.
—Larguémonos a cenar algo en condiciones. Siento la ineptitud de la imbécil esta.
Se fue derecho al ascensor y entonces se giró con la expresión más seria y fría que
pudo.
—Cuando vuelva, quiero el piso como una patena y a ti en la cama, desnuda y
preparada para recibir tu castigo. No voy a tener piedad.
Evangeline se quedó allí plantada, estupefacta, mirando las puertas del ascensor un
rato después de que Drake se hubiera marchado. Bajó la vista y vio caer las lágrimas
manchadas por el maquillaje.
¿Guapa? ¿Estilosa? ¿Elegante?
Se había estado engañando y Drake había llevado a cabo uno de los mayores
engaños de la historia porque la había hecho sentir así. «Inútil». «Imbécil». «Puta».
Los apelativos que había usado le resonaban en la cabeza una y otra vez, hasta que
la rabia la hizo despertar por fin del estupor en el que estaba sumida. Puso el piloto
automático hacia la cocina como un autómata diseñado para obedecer las órdenes de
Drake, cuando, de golpe, se dio la vuelta, se quitó los zapatos y los tiró por el salón
hacia la mesita de centro y las bandejas de comida que tanto le había costado
preparar.
Los zapatos voladores tiraron de la mesa dos botellas de vino y dos de licor, que
hicieron un estruendo gratificante al romperse en el suelo.
Entró en el dormitorio, donde prácticamente se arrancó el vestido. Con manos
temblorosas, se quitó todas las joyas que le había comprado y las tiró sobre la cama.
Entonces se arrodilló en el suelo, casi desnuda salvo por las braguitas y el
sujetador. El sonido desgarrador de sus sollozos se abrió paso desde sus entrañas
hasta los labios, testimonio de su terrible pesar.
«Serás castigada con dureza».
¿Y que más? A la mierda con Drake. A la mierda con todas las mentiras que le
había contado, por haber hecho que se creciera solo para destruirla después.
Se sentía como una vieja decrépita, se acercó al armario arrastrándose y rebuscó
hasta que encontró unos vaqueros y una camiseta. Porque Drake le había tirado toda
su ropa al mudarse con él, que, si no, no se llevaría nada que le hubiera comprado.
Metió en una bolsa tres vaqueros, dos pares de zapatos y un vestido informal que le
serviría para ir a buscar trabajo.
Dejó el resto de la ropa ahí colgada; la mayoría de las prendas con las etiquetas aún
puestas. Luego empezó a borrar sistemáticamente todos los indicios de su presencia
en el dormitorio. Fue habitación tras habitación tirando o destruyendo todo lo que
pudiera recordarla.
Y entonces se acordó de la comida que tanto le había costado preparar. Esperaba
que se hubiera quemado y dejado restos carbonizados.
Después de coger las bandejas de plata y tirar los aperitivos por el sofá, las butacas
y el suelo, para que hicieran compañía a las botellas rotas, fue a la cocina y tiró al
suelo todas las sartenes y fuentes para el horno.
—Vete a la mierda, Drake Donovan. Te lo he dado todo y esto es lo que recibo a
cambio. Espero que te pudras en el infierno, que es donde debes estar. Por lo menos
Eddie fue sincero.
Con las lágrimas resbalándole por las mejillas, bajó en el ascensor y se encontró a un Edward preocupado que se acercó corriendo y la asió suavemente por el codo.
—Señorita Hawthorn —se apresuró a decir, olvidándose de su trato familiar por
las prisas como si él también quisiera deshacerse de ella.
Ella volvió a llorar e intentó zafarse de él.
—Evangeline, por favor. Dime qué pasa. El señor Donovan ha bajado poco después
de subir y parecía furioso. ¿Estás bien?
—No, no volveré a estar bien —dijo rotundamente mientras lloraba.
—Deja que te ayude, por favor. Es lo único que puedo hacer.
Al darse cuenta de que el hombre estaba preocupado de verdad y que ignoraba lo
que había pasado o que, por lo menos, no le habían pedido que le hiciera nada, se
detuvo.
—Tengo que marcharme de aquí —dijo desesperadamente.
—De acuerdo. ¿Quieres que llame a uno de los hombres del señor Donovan?
—¡No! —chilló—. Necesito un taxi y no quiero que le digas a nadie, y aún menos a
Drake o sus secuaces, que me has visto ni que me has ayudado. Temo que te echen a
patadas como a mí.
Él la miró con compasión mientras la acompañaba a la puerta.
—¿Dónde le digo al taxista que te lleve? —preguntó con tacto.
Ella se encogió de hombros y se pasó una mano por el pelo revuelto; sabía que
debía de estar espantosa despeinada y con todo el maquillaje corrido.
—No tengo adónde ir —susurró, a sabiendas de que no podía presentarse en casa
de sus amigas. No resistiría su lastima ni sus «ya te lo dijimos». No conseguía digerir
que tan solo unas horas antes estuviera tan contenta por preferir a Drake que la
amistad con sus mejores amigas. ¿Cómo podría mirarlas a la cara? Además, aunque la
recibieran con los brazos abiertos, sería el primer lugar al que iría Drake a buscarla.
Aunque este pensara echarla a patadas (porque estaba segura de que era lo que
pretendía), la buscaría de todos modos para castigarla y decirle a la cara que habían
terminado. ¿Por qué iba a desaprovechar la oportunidad de seguir humillándola? Era
mucho mejor hacerlo delante de sus amigas. Pues a tomar por el culo. Dadas las
circunstancias, su madre perdonaría que usara este lenguaje tan soez.
Pero ¿qué más podía hacerle él que no le hubiera hecho ya? Le había robado el
orgullo, la había avergonzado y humillado más que cuando estaba con Eddie. No
volvería a ser la misma. Drake la había destrozado y ya no quedaba nada más salvo
los restos fragmentados de su dignidad. A la mierda. No volvería a confiar en ningún
hombre en la vida. Edward apretó los labios en un rictus enfadado y la acompañó hasta fuera, donde
hizo una señal a un taxi que estaba esperando.
—Mi hermana dirige un hotel en Brooklyn. A ver, no es nada sofisticado, pero la
llamaré y le diré que vas a ir. Te tendrá preparada una habitación, puedes quedarte el
tiempo que necesites hasta que decidas dónde quieres ir.
Ella miró a Edward; su rostro se volvía borroso tras el brillo de las lágrimas.
—No puedo aceptarlo, Edward. No tengo dinero para un hotel, al menos no para
pasar más de una noche… hasta que encuentre trabajo.
Él le cogió ambas manos y luego le abrió la puerta del taxi para ayudarla a entrar.
—No te preocupes por eso —repuso para tranquilizarla—. Mi hermana se ocupará
de todo.
Entonces se sacó varios billetes del bolsillo y se los dio al taxista al tiempo que le
decía la dirección del hotel en Brooklyn.
—Adiós, Evangeline —dijo el hombre con voz suave y una mirada que rebosaba
compasión—. Ha sido un placer conocerte y te deseo todo lo mejor.
El taxi arrancó, Evangeline hundió el rostro entre las manos y se echó a llorar
desconsoladamente.

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sometida "los ejecutores"
JugendliteraturEvangeline destaca en el club como si fuera una joya virgen,pura e intocable. Vive en un mundo en el que no encaja. Con su cándida inocencia,todos los hombres quieren aprovecharse de ella, pero solo Drake puede tocarla. Él siente sus miedos, pero t...