Drake Donovan se detuvo ante la entrada del aparcamiento para empleados, en la
parte trasera de Impulse, e introdujo el código de seguridad en la consola del coche,
esperando con impaciencia a que se abriese la puerta. La mayor parte del tiempo, su
chófer lo llevaba a todas partes, pero cuando iba al club conducía él mismo para
poder marcharse cuando quisiera sin tener que esperar a que este lo recogiese.
Aparcó en el espacio señalado como «Reservado», el más cercano a la entrada.
Había muchos espacios reservados a lo largo de la parte frontal del aparcamiento,
para sus socios, pero no indicaban su nombre —ni el de los demás— con el fin de
ocultar en qué lugar aparcaba cada uno.
Tras coger el maletín y salir del coche, se acercó a paso rápido hacia la entrada
trasera, donde tendría que volver a introducir el código de seguridad para poder
entrar, pero cuando estaba a escasos metros, una mujer se interpuso de repente en su
camino, obligándole a retroceder o llevársela por delante, algo que al parecer no le
importaba mucho.
Le echó un vistazo rápido y maldijo para sus adentros. Iba ligera de ropa, con
mucho maquillaje y un peinado de los caros, y lo miraba seductoramente con unos
ojos de color avellana, aunque era difícil discernir el color con el maquillaje de
efecto ahumado que le cubría de las cejas a los párpados.
—¡Señor Donovan! —exclamó, haciendo ademán de ponerle la mano en el hombro.
Él se apartó, con mirada glacial.
—Está usted allanando una propiedad privada. ¿O no se ha dado cuenta de la
señalización y de que solo se puede acceder a este aparcamiento por la puerta de
seguridad?
La mujer hizo un mohín con los labios pintados, pero en sus ojos todavía había un
destello de provocación.
—Esperaba que le apeteciese algo de compañía esta noche —dijo con ansiedad—.
Puedo ser muy complaciente.
Por su mirada, supo que, si le pidiera que se arrodillara allí mismo y se la chupara,
ella lo haría enseguida y sin vacilar. Joder. La única manera en la que había podido
entrar era escalando la elevada valla que rodeaba el aparcamiento de empleados.
Eso… o alguien la había dejado entrar. Y si era así, iban a rodar cabezas. En cuanto subiera, revisaría las grabaciones de las cámaras de vigilancia para descubrir cómo
había burlado esta mujer sus medidas de seguridad.
Drake estaba orgulloso de su seguridad inexpugnable. Si había intentado escalar,
deberían haberla descubierto, neutralizado y acompañado a la salida mucho antes de
que él llegase.
—Pues lo siento por usted, pero no estoy de humor para ser complaciente esta
noche —dijo con frialdad.
Se colocó deprisa el auricular que le permitía estar al tanto de todo lo que ocurría
en el club, el vínculo directo con sus empleados, y ordenó con diligencia:
—Seguridad, en el aparcamiento, ya.
La mujer abrió mucho los ojos, asustada.
—¿Qué va a hacer? Solo quería complacerle. Es usted muy atractivo, señor
Donovan. Creo que cuando haya probado lo que puedo ofrecerle, no quedará
decepcionado.
—Lo que me decepciona es llegar tarde al trabajo por su culpa y que usted se haya
metido donde no puede estar.
La puerta se abrió con brusquedad, y dos de los gorilas de Drake corrieron hacia él,
tensos, en alerta y preparados para la acción.
—¿Qué ocurre, jefe? —preguntó Colbin.
Drake señaló a la mujer, que ahora estaba furiosa.
—Acompañadla a la salida inmediatamente y, a partir de ahora, como una sola
persona no autorizada, una sola, entre en este aparcamiento, despediré a todos los
empleados de vigilancia.
—No tiene ni idea de la oportunidad que está dejando escapar —siseó la mujer,
curvando los dedos como garras.
—Sé perfectamente lo que estoy dejando escapar —dijo con hartazgo—. Y no tengo
ningún interés en una puta que se me lanza encima prometiéndome placer cuando su
sola presencia me repugna.
Se abalanzó hacia Drake, dirigiendo las largas uñas pintadas hacia su rostro.
Matthews se interpuso enseguida entre ellos, y Colbin la agarró por la cintura con
un brazo y la levantó con facilidad, mientras ella chillaba indignada, pataleando e
intentando clavarle las uñas en la cara.
—¡Joder! —exclamó Colbin—. Tranquilízate, zorra. Estás quedando en ridículo. El
señor Donovan no tiene interés en ti y, además, no tolera que invadan su propiedad. Si
te requiere, contactará contigo. No vuelvas a acercarte a él de esta manera o acabarás pasando la noche en el cuartelillo. Tienes suerte de que te deje ir sin más que una
advertencia.
—Cabrón —le gritó a Drake mientras Colbin la arrastraba hacia la salida.
Mientras caminaba, Matthews pidió por radio que un coche se acercase a la puerta
enseguida para deshacerse de un «huésped indeseado», lo que provocó que la mujer
gritara con más indignación aún.
—Lo siento, jefe —dijo Matthews con seriedad—. No tengo ni idea de cómo ha
entrado, pero voy a averiguarlo ya y asegurarme de que no vuelva a ocurrir.
—Sí, hazlo —soltó Drake con brusquedad—. Y ya que estás, que pongan alambre
de espino encima de las vallas. Y tampoco sobrarían unos perros guardianes. Solo
tendrás que entrenar a los perros para que conozcan a todos mis empleados y no los
confundan con intrusos. Esto es absurdo.
—Yo me ocupo, jefe. No le fallaré.
Drake pasó junto a Matthews, a quien no hizo ni caso, y dijo por radio:
—Viper y Thane. Quiero las grabaciones de seguridad del aparcamiento de
empleados de las últimas dos horas para verlas en mi despacho. Las quiero listas en
cuanto llegue. Subo ya.
—Sin problema —respondió Thane inmediatamente.
Drake sacudió la cabeza, asqueado. Esa mujer no era distinta de las que hacían cola
en la acera ante la puerta del Impulse para aguardar con impaciencia la oportunidad
de entrar. Algunas entrarían, otras no. Había algunas parejas, improvisadas y estables,
pero en general las mujeres —y los hombres— venían para ligar, pavonearse, elevar
su estatus y fingir ser lo que no eran.
Entró caminando con decisión y respondiendo solo con un asentimiento a los
saludos de sus empleados, impaciente por llegar al despacho, desde donde disponía
de una vista cenital de todo lo que ocurría en su club. Su trabajo era satisfacer los
deseos de la clientela del Impulse, pero eso no disminuía la repulsa y el hartazgo que
le producían el tipo de personas que frecuentaba su establecimiento.
Incluso se daba un capricho cuando le apetecía, pero nunca estaba con la misma
mujer más de una noche, o dos como mucho, y había dos lugares a los que nunca las
llevaba: ni a su despacho del Impulse ni a su casa. Tenía unos estándares muy
rigurosos para las mujeres que se llevaba a la cama: la norma número uno era que
hubiese completa sumisión y Drake tuviese el control absoluto, igual que controlaba
todos los aspectos de sus negocios y su vida personal.
Había creado su imperio siendo inflexible e implacable cuando era necesario, no se arrepentía de nada, porque era un hombre temido por muchos y tratado con un respeto
y deferencia absolutos. Eso lo beneficiaba. No tenía puntos débiles que explotar. No
había modo alguno de penetrar sus sólidas defensas y su seguridad de máximo nivel.
Si considerarse dios le convertía en un arrogante, que así fuera, porque él era dios. Al
menos en su mundo.
Maddox y Silas estaban esperándolo en su despacho, con semblante serio.
—He oído que ha tenido un problema en el aparcamiento —dijo Maddox.
Silas se limitó a quedarse callado y lanzarle una mirada inquisitiva; era un hombre
parco en palabras. No las necesitaba para hacerse entender. Y tampoco es que la
gente hiciese cola para conversar con él, porque normalmente los dejaba acojonados
con solo mirarlos.
—Eso parece —dijo Drake mordazmente.
Mientras hablaba, buscó el mando a distancia y centró su atención en la pantalla
donde se estaban reproduciendo las grabaciones de las cámaras de seguridad.
Adelantó el vídeo rápidamente, impaciente, hasta que descubrió el origen de la
transgresión.
—Qué hijo de puta —gruñó Maddox.
Drake adoptó una expresión sombría mientras observaba cómo uno de sus
empleados más recientes aparcaba al fondo del aparcamiento y salía del coche como
si estuviese yendo a trabajar con normalidad. La puerta trasera se abrió una vez ya
había entrado en el edificio y la mujer que le había abordado salió del coche
agachada para que no la viesen.
—Despídelo —dijo Drake a Maddox, con aspereza—. Acompáñalo a la salida y
luego desactiva sus códigos de acceso para todas las entradas del club.
Maddox fue a cumplir las órdenes de Drake sin perder un momento y dejó a Silas a
solas con él. Este se sentó al escritorio y se aseguró de que todos los monitores que
mostraban hasta el último centímetro del club estuviesen encendidos. Luego desvió la
atención hacia Silas, el hombre que se ocupaba de cualquier problema que le surgiese
a Drake. También arreglaba cualquier embrollo inoportuno. Lo hacía con suma
eficacia; nunca fallaba.
—Quiero que le hagas una visita a Garner y le digas que va atrasado en sus pagos y
que tiene exactamente cuarenta y ocho horas para pagar o perderá mi protección.
Déjale bien claro que no voy de farol, y que, si no cumple, se queda solo y es hombre
muerto.
Silas asintió. —Ahora mismo salgo.
Drake asintió a su vez.
—Infórmame en cuanto hayas hablado con él y ponme al tanto de la situación. Me
debe mucho dinero. También puedes decirle que, si no paga, Vanucci será el menor de
sus problemas, porque iré a por él yo mismo y cualquier cosa que pueda hacerle
Vanucci le parecerá un juego de niños comparado con lo que le haré.
—De acuerdo, allá voy —dijo Silas, mientras se giraba y desaparecía por un rincón
apartado del despacho, donde la oscuridad escondía otra salida.
Drake apretó los dientes. Era un día de trabajo más, pero la desesperada que se le
había echado encima lo había cabreado más que el retraso de Garner con sus deudas.
Si quería una mujer, no tenía que buscar demasiado. Desde luego, no necesitaba que
ninguna zorra se le pegase como una lapa, esperando que aceptase entusiasmado lo
que ella ofrecía de un modo tan vulgar.
Las mujeres no llevaban la voz cantante con él. Nunca. Si veía algo que quería, lo
cogía. Él tenía el control. Siempre, sin excepciones. Ni una mujer ni nadie. Y seguiría
siendo así.
Evangeline salió del taxi con torpeza tras pagar. El dinero se lo habían dado las
chicas, con una cara que no admitía protestas. Por un momento, se quedó parada como
una imbécil, contemplando la cola que se extendía por la acera y alrededor de toda la
manzana.
Luego se dio cuenta de que estaba llamando la atención allí plantada como una tonta
fuera de lugar, así que se acercó a la entrada custodiada por una cuerda y el
corpulento portero de aspecto amenazador, que tenía los enormes brazos cruzados
sobre un pecho todavía más grande.
Tragó saliva con nerviosismo cuando el portero la vio y se percató de que pretendía
entrar. Sus ojos se entornaron y le dieron un buen repaso e hizo un mohín
desaprobador. Evangeline enderezó la espalda y alzó la cabeza. Estaba harta de
sentirse poca cosa y ni de coña iba a permitir que un portero la mirase por encima del
hombro.
Con solo un vistazo a la acera, entendió por qué el gorila la miraba como si
estuviese loca. Había un montón de personas atractivas esperando para entrar. Gente
que desprendía lujo y glamur. Mujeres con vestidos caros y tacones, enjoyadas de
pies a cabeza, con peinados de peluquería que debían de haber costado una fortuna. Y
luego estaban los hombres: pijos y de imagen cuidada, con pinta de tener dinero. Algunos estaban solos, sin duda planeando usar Impulse como coto de caza para ligar
y echar un polvo fácil. Otros estaban con su cita de esa noche y rodeaban firmemente
con el brazo a una mujer despampanante.
Sintió tanta envidia que por un momento no pudo respirar. ¿Y si ella pudiese ser una
de esas personas atractivas, estar siempre segura de su aspecto y de su cuerpo, y
poder conseguir al hombre que le diese la gana con solo chasquear los dedos?
Se dio cuenta de que había llamado la atención de todos los del principio de la fila.
Las mujeres se estaban mofando de ella abiertamente, la miraban con desprecio, como
diciendo: «No te dejarán entrar ni de coña».
Volvió a mirar al portero, que estaba a solo un paso de distancia. Se le acercó y
antes de que ella pudiese hacer o decir nada, dijo:
—El club está lleno esta noche. Lo siento, pero tendrá que ir a otro lado. O a su
casa —añadió tras echar otro vistazo a su cuerpo.
La desaprobación en su mirada la hizo ponerse como un tomate. Ni siquiera le había
dicho que tenía que ponerse al final de la cola. Ni siquiera le había dicho que tendría
que esperar. La había rechazado sin más. Le había dicho que no era bienvenida en un
lugar como Impulse, y eso la cabreaba.
Así que se sacó el as de la manga, y le puso el pase vip en la cara para que tuviese
que verlo por narices.
—Me parece que no —siseó ella con rabia.
El portero se mostró sorprendido, luego inquieto. Vacilante, incluso. Y no parecía
un hombre con tendencia a la indecisión. Entonces percibió que estaba planteándose
negarle el acceso a pesar de tener la «entrada dorada». El codiciado pase vip que
otorgaba a su titular acceso gratuito y sin preguntas. El portero supondría que alguien
importante del club se lo había dado. No tenía por qué saber que no se lo habían dado
directamente a ella. Nadie en su sano juicio regalaría un pase vip a este club, la única
conclusión lógica era que se lo habían dado a ella personalmente, y Evangeline no
pensaba corregirlo.
Aun así, no parecía muy contento cuando se agachó para levantar la cuerda que
colgaba entre dos postes de metal a la entrada del club.
—Que disfrute de la noche, señorita —dijo con formalidad mientras le indicaba que
entrase.
Evangeline echó un vistazo a la cola por el rabillo del ojo, y le encantó ver las
caras de asombro. Algunas eran de indignación. Incluso oyó a alguien quejarse porque
ella entraba mientras ellos seguían esperando en la acera. —Pase vip —masculló el portero a modo de explicación.
Sí, no hacía falta decir nada más. «Vip» significaba acceso gratuito a todo dentro
del club. Steph ya había estado allí y la había puesto al corriente de la disposición
interna del local, para que no quedase en ridículo al no saber qué leches hacer una vez
entrase.
Aunque Steph ya le había hablado de la zona de bar delantera, mientras se acercaba
a la zona de descanso decorada de forma exquisita, que estaba separada de la pista de
baile y la enorme barra situada en su centro, le sorprendió el agradable silencio que
reinaba.
Era una idea brillante disponer de un área de bar más tranquila para que la gente
pudiese charlar cómodamente, en lugar de tener que gritar para hacerse oír por encima
de la música. Además, le daría tiempo para tomarse algo en una zona tranquila y
reunir así el valor para adentrarse en la pista de baile.
Steph le había explicado que la pista, que lo rodeaba todo, era como una zona de
combate, ya que el bar estaba en el centro. Al otro lado de la pista estaban los
asientos no reservados. Eran zonas abiertas con mesas y sillas para descansar del
baile y tomarse algo, aunque no fuese fácil conversar.
Los reservados estaban por encima de esta zona. Eran espacios privados y
cerrados, con un camarero o camarera asignado y un interruptor con el que se podía
encender o apagar la música. Eran zonas más grandes y más cómodas para sentarse
que los asientos no reservados de abajo, con sofás, sillones de felpa y una enorme
mesa para la comida y las bebidas.
Evangeline había comentado con frialdad que solo faltaba una cama para que se
acostasen los que se estaban liando. Steph le había callado la boca al contarle muy
seria que había salas todavía más privadas en la planta superior, de acceso
restringido, lo que significaba que había que ser muy importante —o muy rico— para
entrar, y esas sí que estaban equipadas con todas las comodidades para que las
parejas dieran rienda suelta a su imaginación.
Evangeline no tenía ni idea de cómo sabía Steph todo esto, y no había preguntado,
aunque había visto la curiosidad de Nikki y Lana y sabía que ellas sí le iban a
preguntar en cuanto pudieran. Supuso que si Steph hubiera querido decirles cómo lo
sabía, ella misma se lo habría contado, por lo que no había entrado en eso y había
seguido preguntando antes de que Nikki o Lana pudiesen aprovechar para interrogar a
su amiga.
Se acercó a la barra, calculando cuántas copas se podía permitir y cómo podía espaciarlas a lo largo de la noche para que no cantara tanto que estaba fuera de lugar.
Podía pedir una y hacerla durar un buen rato, para que al menos pareciese que estaba
haciendo algo además de estar parada mirando a su alrededor, sintiéndose incómoda.
Pero, por otro lado, necesitaba beber al menos una copa para coger fuerzas antes de
aventurarse a entrar en la pista, donde probablemente vería a Eddie acompañado de
su última conquista, quienquiera que fuese.
Bajó la mirada, preguntándose si estaba mal de la cabeza por pensar, siquiera por
un instante, que Eddie iba a mirarla y arrepentirse de haberla tratado con tanta
crueldad. Hasta un simple portero la había desdeñado; ¿a quién quería engañar?
Pidió la copa al camarero en un murmullo y él le sonrió con una cálida mirada. Era
el primer gesto de bienvenida que recibía desde que había llegado a aquel lugar, así
que le devolvió la sonrisa. Una sonrisa sincera, de agradecimiento. Él le guiñó un ojo
y empezó a preparar su sofisticado «cóctel de chicas», como lo llamaban sus amigas.
Oye, no era culpa suya que no tuviese resistencia alguna al alcohol. Que lo sirviese
todas las noches no quería decir que lo consumiese.
Además, le gustaban las bebidas afrutadas y agradeció que el camarero pusiese en
la copa una de esas sombrillitas tropicales con una cereza antes de deslizarla por la
barra hacia ella.
—Invita la casa, guapa —dijo al verle sacar un billete del preciado fajo que
llevaba en un diminuto bolso, que se había cruzado para no tener que preocuparse de
que se le cayera o se le olvidase en algún sitio.
Alzó la cabeza muy sorprendida:
—¡No puede hacer eso! ¡Se meterá en problemas!
El camarero volvió a guiñarle en ojo y negó con la cabeza antes de irse a atender a
otro cliente.
Vaya. A lo mejor no a todos les parecía una fracasada patética. Y era bastante
mono. No, mono no. Se empezaba a dar cuenta de una cosa, aunque todavía no se
había adentrado mucho en el club. Los hombres que trabajaban allí no eran chicos
monos. Eran tíos musculosos con pinta de saber apañárselas en una pelea. Y las
mujeres eran preciosas. Elegantes y con clase. Nadie iba a mirar por encima del
hombro a una de estas camareras, porque parecían chicas de la alta sociedad que
estaban sirviendo copas por casualidad. Al parecer, la belleza no era solo un
requisito para entrar en el club, sino también para trabajar allí.
Se sentía tan fuera de lugar que empezaba a no hacerle gracia.
Se dio la vuelta, llevándose la copa a los labios, y vio que varias miradas se dirigían a ella. Se removió en el asiento, incómoda. ¿Tan evidente era que aquel no
era su mundo? Había entrado decidida a saborear la venganza, pero el nivel de
desprecios que podía soportar tenía un límite.
Tras observar otros ojos clavados en ella, decidió que ya había tenido bastante.
Esto era absurdo. ¿Qué intentaba demostrar? ¿Y por qué? No tenía que demostrar
nada a nadie excepto a sí misma, y ella sabía que estaba mejor sin Eddie. No había
venido para que él se arrodillase y le suplicase que volviera; por mucho que le
atrajese la idea, aunque solo fuera para poder darle una patada en los huevos y
decirle: «Por encima de mi cadáver».
Sintió que un dolor se le expandía por el pecho. No, había venido porque quería
que supiese que se equivocaba. Que no era una mujer apocada y frígida. Que podía
estar guapa, aunque todo fuese una ilusión que le debía al talento de sus amigas con
los peinados y el maquillaje. Por no hablar del vestido y de los zapatos que le habían
puesto. Un vestido muy ajustado que le delineaba hasta la última curva del cuerpo. Un
vestido que nunca se hubiera atrevido a ponerse antes, aunque a sus amigas las
exasperaba que escondiese lo que ellas llamaban «un cuerpo de infarto».
Daba igual. Eran sus amigas y era lógico que la vieran con buenos ojos, pero
Evangeline sabía la verdad, al igual que Eddie. Había sido tonta por haber ido y creer
que él cambiaría de opinión y se arrepentiría de algo.
Estaba a punto de dejar la copa en la barra, darse la vuelta y marcharse deprisa
cuando lo vio por el rabillo del ojo.
Mierda. ¡Mierda!
Se quedó paralizada. No podía girarse e intentar ocultarse porque era posible que
ya la hubiese visto, y no quería darle la impresión de que se intentaba esconder. Así
que fingió que observaba con interés la pista a través de las amplias puertas
insonorizadas a su izquierda, como si estuviese terminándose la bebida antes de
decidir dirigirse a ella.
A lo mejor no la había visto. A lo mejor ya se iba.
Una risa resonó cerca de ella. Demasiado cerca.
Mierda.
Todos sus «a lo mejor» se fueron a la mierda. Ojalá Eddie se hubiera ido a la
mierda con ellos.
—¿Qué narices estás haciendo aquí, Evangeline? —preguntó Eddie, con voz
divertida.
Despacio, le dirigió una fría mirada, abriendo mucho los ojos como si le sorprendiese verlo.
—Anda, hola, Eddie. —A continuación saludó con educación a la mujer que se le
aferraba al brazo como una lapa, y que no parecía muy contenta de que Eddie
estuviese hablando con Evangeline—. Pues está muy claro. ¿A qué viene la gente
aquí? A tomarse unas copas y bailar, que es precisamente lo que voy a hacer. Si me
disculpáis, me voy a la pista. Me alegro de verte. Que tengáis una buena noche.
Empezó a alejarse de Eddie, pero él alzó la mano y le agarró el brazo con fuerza.
Evangeline se giró, conmocionada, y lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¡Suéltame! —farfulló—. ¡Eddie, me haces daño!
Soltó una carcajada cruel.
—¿A qué estás jugando, Evangeline? ¿A qué has venido, a buscarme? ¿A
suplicarme que vuelva? Te eché a patadas de mi cama, ¿y aún quieres repetir? Venga
ya, cielo. Nadie está tan desesperado. Meterte la polla fue como follarme a un muñeco
de nieve.
A Evangeline le chocó lo vulgar de su lenguaje y el volumen al que estaba
hablando, suficiente para que todo el bar lo oyese. Le ardían las mejillas de la
humillación y se tambaleó como si acabase de darle una bofetada.
—Suéltame —masculló ella.
Pero él se limitó a apretar más fuerte y le amorató la piel clara. Llevaría la marca
de sus dedos durante días.
La mujer de su lado soltó una carcajada sonora y áspera que le recordó al sonido de
los cubitos de hielo al caer en un vaso.
—Ah, conque esta es de la que me estabas hablando —dijo con voz sedosa.
Observaba a Evangeline con falsa compasión—. Qué pena que no fueses lo bastante
mujer para mantenerlo a tu lado —susurró con suavidad—. Pero ten por seguro que yo
sí lo seré para mantenerlo satisfecho.
Evangeline estaba demasiado impactada y avergonzada para contestar. Debería
haberle respondido algo hiriente también y no mostrarles hasta qué punto acababan de
destrozarla. Por suerte consiguió no echarse a llorar: eso habría sido demasiado
humillante incluso para ella. Eddie ya la había hecho llorar una vez y no volvería a
permitírselo.
—Me parece —contestó, orgullosa de la serenidad en su voz— que tu furcia y tú
deberíais largaros de aquí y volver al callejón del que habéis salido. Y como no me
sueltes del brazo, te denuncio por agresión.
Eddie entornó los ojos y su expresión se alteró con rabia. Avanzó hacia ella con el rostro encendido, acercándose tanto que pudo sentir, y oler, su alcohólico aliento
abrasándole la cara. Sus ojos brillaban amenazadores, y Evangeline supo que la cosa
estaba a punto de ponerse aún más fea.
—¡Serás zorra!
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sometida "los ejecutores"
Fiksi RemajaEvangeline destaca en el club como si fuera una joya virgen,pura e intocable. Vive en un mundo en el que no encaja. Con su cándida inocencia,todos los hombres quieren aprovecharse de ella, pero solo Drake puede tocarla. Él siente sus miedos, pero t...