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Drake Donovan la vio en cuanto entró en el club. Estaba sentado justo por encima de
la pista en su reservado y había varios monitores de vigilancia estratégicamente
colocados para facilitar la visualización de cada rincón del club. No solo era dueño
de ese club; tampoco adoptaba una actitud pasiva. Además, tenía muchos otros
negocios y en todos ejercía un gran control. Siempre que estaba allí, supervisaba de
cerca todo lo que acontecía.
Rápidamente amplió la imagen en el momento en que una rubia voluptuosa se
dirigía a la barra de la entrada; lo miraba todo con unos ojos de par en par como si
tratara de asimilar lo que la rodeaba. Drake soltó un improperio mientras seguía todos
sus movimientos.
Alguien iba a perder su puñetero trabajo por esto.
Drake tenía unas normas estrictas sobre quién entraba y quién no entraba en el local.
Y a las chicas inocentes de aspecto ingenuo como la que acababa de entrar en el bar
de forma vacilante, sin ningún hombre que la protegiera, no debían dejarlas pasar los
porteros.
Joder, Anthony lo sabía. ¿Por qué narices la había dejado pasar? Iban a rodar
cabezas en cuanto la echara del local y le dijera que no volviera a entrar.
Aun así, dudaba porque lo había fascinado. Había algo en ella, y no sabía decir
exactamente qué era. La vio con detenimiento por la cámara mientras se abría paso
por el bar de forma vacilante, donde Drew, el camarero, le dedicó una sonrisa y le
guiñó el ojo. De repente, le entraron ganas de despedirlo por verlo ligar con aquella
hechicera de ojos azules. Drew ligaba con todas. Así que, ¿por qué le había enfadado
tanto su inofensivo coqueteo con una mujer que nunca volvería a entrar en su club?
Dejó escapar el aliento en un largo suspiro cuando la chica se alejó de la barra y se
dirigió a la pista. La cámara la enfocó de cerca con una panorámica frontal
espectacular y fue todo un regalo para la vista.
Le gustaba todo de ella y, sin embargo, era la antítesis de las mujeres con las que
solía follar. A juzgar por las muchas miradas lascivas de los hombres y las
despectivas de las mujeres, no se equivocaba al valorarla.
Joder, terminaría causando problemas si no la sacaba de allí deprisa.
¿Una mujer así en un club como este? Aquellos grandes ojos, ese cuerpo voluptuoso que no dejaba nada a la imaginación... Una mujer que emanaba inocencia y despertaba
en los hombres el deseo de llevársela a la cama lo más rápido posible para que
pudiesen enseñarla a complacerles.
Sí, iba a tener problemas. Ahora mismo solo pensaba en sacarla del dichoso club y
llevarla a algún lugar más privado antes de que otro tío se le insinuara.
Estaba tan absorto contemplando a aquella desconocida que no se percató de que un
tipo acompañado de una guarrilla que se le pegaba como una lapa se abría camino
directamente hacia ella.
Vio a la mujer alzar la cabeza y pulsó un botón para ampliar la imagen, dirigiendo
la cámara hacia ella. Había sorpresa en sus ojos, pero también algo más. Algo que a
Drake no le agradó en absoluto. Miedo.
El hombre le habló y era obvio que lo que estaba diciendo no era para nada bonito
o halagador. La chica se había quedado blanca y temblaba como si fueran a fallarle
las piernas. Aquel tío la estaba agarrando del brazo con fuerza.
La vio hacer un gesto de dolor cuando el hombre aumentó la presión. Este se le
acercó más e invadió su espacio personal.
Drew, el camarero, saltó por encima de la barra a la vez que Drake pulsaba el
botón para avisar a Maddox. ¡Mierda! ¡Joder!
Maddox se presentó en tres segundos.
Drake señaló el monitor.
—Ve a por ella. Ahora —gritó—. Tráemela y echa al hombre que la ha abordado,
¡que aprenda! No lo dejéis entrar nunca más en ninguno de mis locales.
Maddox se lo quedó mirando asombrado y Drake sabía por qué. Nadie salvo sus
hombres de confianza estaban autorizados a entrar en su estancia privada. Y nunca
había entrado ninguna mujer. En una muestra más de la disciplina y la lealtad de
Maddox, este no dudó ni hizo preguntas. Se limitó a asentir con la cabeza e irse. En el
monitor, vio a Drew con cara de pocos amigos; tenía el ceño fruncido del enfado.
Seguramente Maddox le había dicho por radio que ese hombre era para él.
Todos sus empleados llevaban auriculares para que él o sus hombres pudieran estar
en contacto en cualquier momento.
Parecía que Drew iba a desobedecer las órdenes de Maddox y dejar al tipo fuera de
combate igualmente cuando este apareció en escena. Drake no podría reprender o
sancionar a su empleado como solía hacer si alguien desobedecía una orden. Entendía
muy bien la rabia que debía de sentir y por qué no podía soportar que la mujer
estuviese en manos de ese gilipollas un segundo más. Miró con atención y le brillaron los ojos de satisfacción cuando Maddox levantó al
tipo por el cuello de la camisa, después de darle tres puñetazos que lo dejaron
inconsciente. Lo empujó hacia un Zander muy cabreado, otro de sus hombres, que
apareció justo cuando Maddox lo llamó. Zander lo arrastró hacia la puerta de atrás,
donde Silas y Jax estarían esperando. Entre todos harían que ese gilipollas probase de
su propia medicina y se llevara una buena lección. Ese tres contra uno era
exactamente lo que ese capullo merecía por maltratar a una mujer indefensa, aunque
uno solo de sus hombres hubiera bastado para acabar con ese imbécil.
Evangeline contuvo el aliento por temor, y dolor, cuando Eddie se plantó ante ella
con aquella mirada asesina. Le estaba apretando demasiado el brazo con una mano y
se quitó de encima a la tía que le acompañaba para liberar la otra.
Evangeline dirigió la mirada a la mano que apretaba en un puño y que acababa de
levantar. ¡Por dios! Iba a golpearla y no iba a poder evitarlo. Trató de levantar la
rodilla y estampársela en los huevos, pero el puñetero vestido era tan ajustado que no
pudo levantar la pierna más que unos centímetros.
Empezó a forcejear de manera violenta, mirando rápidamente alrededor de la sala
implorando ayuda, pidiendo que alguien interviniese. ¿Iban a quedarse de brazos
cruzados mientras la pegaban en público?
Se las apañó para arañarle una mejilla con las uñas, una defensa que daba pena, ya
que ella era más pequeña y ni de lejos tan fuerte. Él rugió y supo que había cometido
un gran error.
Vio cómo iba a darle un puñetazo. Trató de esquivarlo, pero sabía que acabaría
golpeándola. Sabía que la dejaría completamente indefensa y a saber qué haría con
ella.
Pero entonces, para su absoluta perplejidad, apareció una mano grande y fuerte que
cogió el puño de Eddie como si fuese el de un niño. Un hombre enorme se cernía
sobre él con una rabia asesina dibujada en el rostro. Apretó la mano de Eddie, y
Evangeline juraría que oyó cómo se le rompían varios huesos.
Eddie la soltó y gritó. Vaya si gritó. Ella hizo una mueca… menuda vergüenza daba.
Un hombre hecho y derecho gritando como un niño. El segurata volvió a atacar: dobló
el codo de Eddie hasta que este se puso de rodillas, gimoteando como un cachorro.
Evangeline retrocedió deprisa; deseaba marcharse de allí lo más rápido posible.
Habría echado a correr si las piernas no le hubieran temblado tanto.
El hombre, que parecía imperturbable ante Eddie, que suplicaba arrodillado, se volvió y clavó los ojos de color verde oscuro en Evangeline. Ella tragó saliva
porque, madre mía... No solo estaba bastante bueno, sino que resultaba de lo más
intimidante. En ese momento no sabía si tenía más miedo de Eddie o del tío que había
intervenido en su defensa.
—Tú no te muevas —dijo este en un tono tajante.
Con las piernas inmóviles asintió y luego se preguntó por qué había obedecido a
este hombre. Bueno, este hombre podría aplastarla como a un insecto. Acababa de
hacerlo con Eddie y este era bastante más grande que Evangeline, así que era normal
que obedeciera.
Mierda, mierda, mierda. ¿En qué lío se había metido? Ya sabía que esto había sido
una mala idea. No tendría que haberse dejado convencer por sus amigas. Tenía que
disculparse con rapidez y luego jurar que no volvería por allí en la vida. Tenía que
marcharse de allí lo más rápido posible. Ir a casa con las chicas y tomar una tarrina
—no, mejor dicho, kilos— de helado y por lo menos darles la satisfacción de
escuchar la humillación de Eddie.
Ahora Eddie estaba en posición fetal en el suelo, y se dio cuenta de que el camarero
estaba junto a ella con cara de asco. ¿Había intentado intervenir? Echó un vistazo
rápido por la sala; seguramente todo el mundo creía que Eddie era una mierdecilla de
hombre. Por pequeña que fuese, se llevaría esa satisfacción consigo. Los moratones
del brazo eran una nimiedad en comparación con el gusto de verlo humillado. Pasaba
de ser amable e indulgente, de demostrarle un ápice de compasión, porque se merecía
todo lo que le había pasado esa noche.
Era posible que el brazo le doliera bastante durante unos días, pero le daba igual.
El hombre que le había dicho que no se moviese, como si fuese un perro, volvió a
centrarse en Eddie y luego lo levantó por el cuello y lo lanzó —sí, lo lanzó— por los
aires como si fuera un muñeco de trapo en dirección a otro hombre que era tan grande
y amenazador como el anterior. El nuevo tipo que apareció en escena, de cuya
existencia no se había percatado hasta ahora, se dio la vuelta, arrastró a Eddie por
detrás y hacia la entrada por donde Evangeline había accedido al club, como si no
pesase nada. ¿Cómo no lo había visto aparecer? Era tan impresionante como el tipo
que había intervenido en su defensa y luego le ordenó que no se moviera; no era
alguien que pudiera pasar desapercibido con facilidad. Dios, de repente la barra se
llenó de hombres guapos, tipos duros que habían aparecido allí en cuestión de
segundos para impedir que Eddie la golpeara en la cara. Él podía haberle roto la
mandíbula o la nariz fácilmente y a saber qué más de no haber sido por los hombres que, sin despeinarse, habían puesto fin a su ataque. Por muy imponentes e intimidantes
que pareciesen, no la habían amenazado ni la habían hecho sentirse insegura.
¿Nerviosa? Sí, porque le habían ordenado que no se moviese de allí, pero, por
ingenua que pareciera, no creía que esos hombres le pusieran la mano encima. Quizás
eso la hiciera parecer tonta, pero pudiendo elegir entre ellos y Eddie, que iba a
hacerle mucho daño, había optado por los desconocidos sin pensárselo. Y eso le daba
cierta sensación de consuelo y seguridad.
No sabía cómo habían aparecido de la nada, porque esos hombres no pasaban
inadvertidos fácilmente ni siquiera entre la multitud. Eran tipos grandes y altos, de
hombros anchos, músculos tonificados y unas caras talladas en piedra. Y todos
parecían… cabreados. ¿Con ella? ¿Por ella? Era difícil de saber, aunque ninguno la
miró. No, su odio y su ira iban dirigidos a Eddie y al lamentable espectáculo que
estaba dando al retorcerse en el suelo.
Eddie no era un hombre pequeño, ¿pero ante estos tipos? Hacían que Eddie
pareciese un tirillas.
Tragó saliva con fuerza y se llevó la mano al brazo a la vez que el hombre que
había intervenido en su defensa centraba su atención totalmente en ella, ahora que se
habían llevado a Eddie afuera.
Se preguntó dónde se lo iban a llevar, pero entonces decidió que debía preocuparse
más por cómo iba a salir de allí, o si la iban a llevar a algún sitio. El pánico se
apoderó de ella y empezó a notar los primeros síntomas de una gran crisis de
ansiedad. Y no estaba para crisis de ningún tipo. Solamente quería llamar al número
que sus amigas le habían proporcionado y que la fuesen a buscar para sacarla de allí
tan pronto como fuese posible.
—Esto… Gracias —tartamudeó—. Ahora… me voy a casa. No tendría que haber
venido.
El hombre mostró una expresión amable y le puso una mano sobre el hombro. Ella
se encogió de manera involuntaria, una reacción normal después de que la asaltara
otro hombre. Él frunció el ceño y entrecerró los ojos como si su respuesta hubiera
sido un insulto, fuera a propósito o no. Sin embargo, su desagrado no se reflejó en la
forma en que la tocaba.
Era muy amable y le dio un apretón tranquilizador a la vez que dejaba de fruncir el
ceño y la miraba casi con ternura.
Ahora Maddox entendió muy bien la reacción de Drake y la rápida llamada que hizo
para que Zander, Silas y él intervinieran; ese tío era un cabronazo miserable que descargaba su rabia y humillación contra una hermosa mujer que tenía la mitad de su
tamaño.
También entendió la reacción atípica hacia esta mujer en particular porque era
como una oveja acorralada por una manada de lobos dispuestos a devorarla.
—¿Estás bien? —preguntó de forma calmada y en un tono muy amable, para no
asustarla o intimidarla aún más. Era evidente que estaba a punto de desmoronarse y se
le despertó el instinto de protección. Necesitaba que la trataran con cuidado y
amabilidad o se vendría abajo en cualquier momento. Y eso le tocaba bastante los
cojones.
Quería estar fuera dándole a ese cabrón lo que se merecía, aunque los otros se
bastaban para darle un buen repaso, una lección que no olvidaría en mucho tiempo.
Deseaba formar parte de la pelea, pero esta mujer necesitaba cariño ahora mismo y
por eso entendió la insistencia de Drake para que la llevase a su sala privada y la
mantuviera a salvo. Si Drake no la hubiese reclamado, por decirlo de algún modo, se
la hubiera llevado él a casa esa noche para que no se preocupara nunca más por ese
gilipollas que se lo había quitado de encima.
—Sí… No. Lo estaré en cuanto me vaya —balbució.
Evangeline estaba perdiendo la cabeza. Tipos como aquel no eran ni dulces ni
cariñosos. Probablemente se quedaría horrorizado si ella le dijera que su tacto era
amable y su gesto, tierno. Tal vez hasta se lo tomara como un insulto.
Él negó con la cabeza.
Ella lo miró, asustada.
—¿Qué significa eso?
—Que lo siento, pero no puedo hacerlo —dijo suavemente—. Al jefe no le gustaría,
y tampoco le gusta que le hagan esperar. El señor Donovan quiere verte. Me ha
mandado él a buscarte. —Apretó los labios en un rictus de asco mientras echaba una
rápida mirada por encima del hombro, como para asegurarse de que el asunto con
Eddie estuviera totalmente resuelto—. Y a tirar la basura.
Esa última frase le salió del alma, y Evangeline notó que volvía a estar molesto. Y
justo entonces le entró el pánico.
—Pero ¿por qué? ¡Yo no he hecho nada! Estaba allí a mi rollo y ese… ese
gilipollas me ha asaltado —balbució.
Se le oscureció la mirada cuando la rabia se asomó a sus facciones y ella deseó
haber cerrado la boca. Luego, como si se hubiese dado cuenta de que la estaba
asustando, su gesto se volvió agradable y la amabilidad volvió a su gesto. —Lo siento de verdad —dijo, con voz tranquilizadora—, pero el señor Donovan
quiere verte. Me ha enviado a buscarte, así que eso hago. No te haré daño. Por cierto,
soy Maddox. Y te lo digo ya: Drake intimida, el muy cabrón, pero no te hará daño.
¿De acuerdo? No le tengas miedo. Explícale lo que te ha hecho ese gilipollas antes de
que lo echáramos del club. A ese cabrón se le va a prohibir la entrada en los locales
de Drake, pero este va a ir más lejos. Tiene contactos por toda la ciudad y ese
gilipollas no solo tendrá la entrada vetada en los locales de Drake, sino también a la
de locales similares.
Ella volvió a mirarlo, aterrorizada. Se estaba presentando como si esto fuese un
evento social cuando, en realidad, la estaba reteniendo como si estuviera presa. Así
de claro.
—E… Evangeline —consiguió decir ella.
Entonces él sonrió y, vaya… tenía una sonrisa arrebatadora. Le flaquearon las
rodillas y de repente se alegró de que aún la asiera del hombro. Si no, seguramente se
hubiera caído.
—Muy bonito —murmuró—. Bueno, si me acompañas, te llevaré ante el señor
Donovan.
El miedo la envolvió de nuevo; el temor le recorrió todo el cuerpo y le encendió el
rostro.
Maddox había empezado a empujarla suavemente en dirección a unas escaleras en
el pasillo que había tras la puerta que daba a la pista de baile, pero cuando le vio la
cara, se detuvo en seco y la miró a los ojos.
—No te hará daño. Nadie te hará daño. Tienes mi palabra.
—Entonces, ¿por qué? No lo entiendo —dijo frustrada.
Quería preguntar más, pero él volvió a detenerse y se volvió hacia ella, ahuecando
la mano sobre su mejilla con suavidad, un movimiento que la sorprendió porque no
parecía un hombre dado a hacer gestos de consuelo o afecto, aunque había mostrado
gran compasión desde que frenara a Eddie.
—No has hecho nada, Evangeline. Ahora ven conmigo, por favor.
No logró seguir con sus interminables preguntas porque una vez más se encontró
moviéndose en dirección a las escaleras. No estaba segura de cómo iba a afrontar
todo eso. Sus pies no querían obedecer; ella no quería obedecer. Y, sin embargo, en
un momento estaban ya en las escaleras. Al subir, él la adelantó y ambos accedieron a
un vestíbulo oscuro que no hizo que se disipasen sus temores precisamente.
Obviamente Maddox había notado que temblaba porque le dio un apretón reconfortante en el hombro y, de repente, la atrajo hacia él mientras apretaba el botón
del ascensor. ¿Un ascensor?
—Tranquila —murmuró—. Te he prometido que nadie te hará daño y yo siempre
cumplo mi palabra.
—¿Siempre?
A él le brillaron los ojos con una expresión divertida a la vez que las puertas del
ascensor se abrían.
—Siempre.
—Tiene que haber un requisito —murmuró mientras el ascensor se cerraba y
comenzaba a subir.
Él la miró confundido.
—Para trabajar aquí —prosiguió ella—, tiene que haber un requisito.
—¿El qué? —preguntó, visiblemente desconcertado—. ¿Que cumpla mi palabra?
—Estar bueno. Aquí todo el mundo lo está. Incluso los porteros y los camareros, o
seáis lo que seáis tú y esos otros tíos. Debería ser delito.
Lo dijo como si de verdad lo fuese y, bueno, lo era. Nadie debería estar tan
tremendamente bueno. O ser tan agradable. Todos parecían tipos demasiado duros
como para perder el tiempo consolando a una mujer confundida y muerta de miedo. El
portero de la entrada. El barman. El primer buenorro que aplastó a Eddie como a una
cucaracha. El segundo buenorro a quien el primer buenorro había arrojado a Eddie.
Por no hablar del otro buenorro que apareció de repente para ayudar al segundo
buenorro a echar a Eddie. Las camareras. Y hasta los que frecuentaban el club.
—Parece que solo dejan entrar a gente guapa —susurró, pero al parecer lo
suficientemente fuerte como para que Maddox lo oyera, a juzgar por su mirada
divertida—. Sabía que era un error venir. Estoy fuera de lugar. Debería haberme
quedado en casa.
Al oír esto último, él se puso serio y adoptó de nuevo un gesto sombrío. Le lanzó
una mirada intensa. Sus bonitos ojos se estrecharon mientras la escudriñaba,
incrédulo.
—¿Crees que no eres guapa?
Ella se quedó boquiabierta.
—Pues no es que no lo crea; lo sé. No se puede cambiar lo que se es.
No le hizo mucha gracia el comentario, pero justo cuando iba a responder, se
abrieron las puertas del ascensor que daban acceso directo a una sala espaciosa y
oscura. Tuvo que parpadear para adaptar la vista a la poca iluminación y se dio cuenta de que la única luz de la sala provenía de unos monitores situados en la pared.
Cámaras de vigilancia. Por eso alguien había acudido en su ayuda. Pues gracias a
Dios que eso había pasado porque no parecía que ninguno de los demás clientes
hubiera intervenido.
Maddox maldijo en voz baja, sacudiendo la cabeza mientras empujaba a Evangeline
a la sala. Había abierto la boca como si fuera a hablar o a responderle, pero la cerró
en cuanto se abrió el ascensor. Aún parecía molesto, por lo que empezó a pensar si
aquello también era requisito para trabajar allí. Estar bueno y siempre cabreado.
Tenía que reconocer que, cuando no iba dirigido a ella, ese cabreo le quedaba la mar
de bien.
—Se llama Evangeline —dijo Maddox.
—Déjanos —dijo una voz masculina y profunda.
Miró a su alrededor para buscar de dónde provenía la voz. Se giró de nuevo hacia
Maddox porque, de repente, ya no le parecía tan malo. Al fin y al cabo, había sido
amable con ella… bueno, salvo por raptarla y lo de no dejarla marchar.
Pero Maddox ya había desaparecido y las puertas del ascensor se habían cerrado.
Ahora estaba sola con quienquiera que fuese el misterioso señor Donovan.
Mierda, mierda, mierda.
Se dio cuenta de que había huido de la sartén para caer en las brasas y que no había
nadie para salvarla.

sometida "los ejecutores"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora