1- Otoño en Crystal Lake

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Dicen que un instante puede cambiarnos la vida. Que un encuentro al que no damos importancia puede convertirse en el suceso que marque toda nuestra existencia. Dicen que puedes ser testigo de ese intervalo fugaz y mágico en el que la rueda del destino se detiene, duda y termina variando la dirección y ocasionando que nada vuelva a ser igual.

Tampoco ella supo distinguir ese momento clave en el que su propio universo, absolutamente perfecto, comenzó a quebrarse. No entendió la trascendencia que tendría ese segundo exacto ni vislumbró el motivo por el que de pronto se le aceleró el corazón. Nada le hizo presentir que estaba asistiendo al sencillo hecho que iba a alterar todo su mundo y que, sobre todo, iba a cambiarla a ella.

Esa tarde, el otoño burbujeaba en ocres y amarillos en el extremo noreste de Crystal Lake. El sol desaparecía en el horizonte y los ya débiles rayos penetraban por entre las copas de los árboles dorando las tranquilas aguas del lago y la fachada principal de la solitaria casa victoriana.

Ignorando ese fulgor que la cegaba, Lauren, de pie en el porche, clavaba los ojos en el cielo rojizo. Miraba sin ver, esperando encontrar lo que había perdido, no sabía cómo ni dónde.

La suave brisa le llegaba de frente, alborotándole la sedosa melena oscura y meciendo, tras ella, el banco que cuatro gruesas cuerdas sujetaban al techo. El acompasado crujido de los anclajes oxidados se entremezclaba con el suave pasar de las hojas de un cuaderno que había en una pequeña mesa, junto a una pluma estilográfica y una taza con café.

Crispó las manos sobre la barandilla pintada en blanco, cerró los ojos y bajó la cabeza a la vez que profería una maldición. Le desesperaba presenciar una nueva puesta de sol sabiendo que, una vez más, se acostaría con la misma sensación de vacío y sin haber escrito una sola línea. «Capítulo uno», había anotado hacía casi un mes, y después nada. Se había dedicado a dar largos paseos por los bosques que bordeaban el lago, disfrutando del hermoso espectáculo con el que el verde esplendoroso del verano iba dando paso a los colores incendiados del otoño, gozando del olor a humedad y a musgo, del relajante crujir del mullido manto de hojas bajo sus pies. Pero era ahí, en ese porche, donde había pasado la mayor parte de las horas, sentada frente a un cuaderno y a una taza en la que siempre terminaba enfriándose el café. No entendía qué le estaba pasando y eso la frustraba y la llenaba de impotencia.

Una racha, más fuerte y heladora, irrumpió, agitando a su espalda el banco y pasando con velocidad las hojas del cuaderno hasta lanzarlo al suelo. Lauren se irguió furiosa contra no sabía quién y se frotó el rostro con las manos. Inspiró hondo, tratando de calmarse. Sólo si estaba y se sentía en paz recuperaría esa parte de sí que la había abandonado.

Un movimiento en el sendero llamó su atención, y entrecerró los ojos para evitar los cegadores rayos. Aguzó la mirada y a través del fulgor creyó distinguir la figura de una mujer envuelta en una prenda gris. Pero todo duró un brevísimo instante. Fue como una sombra, un reflejo de oro en medio de minúsculas partículas que brillaban en el aire a contraluz y que parecían el agitado y mágico polvo de un ángel que abría sus alas, o tal vez simplemente los brazos, y que, de pronto, se desvaneció con el último destello de sol.

Algo dulce y extraño impregnó el aire, y su corazón dio un respingo. Desconcertada, se quedó mirando el punto donde casi sin llegar a verla, la había perdido. Se dijo que no era posible. Llevaba toda la vida visitando aquel lugar y años acudiendo cada otoño, y nunca había advertido ninguna presencia humana. Ese extremo del lago era lo más aislado de la civilización que podía encontrar cerca de Manhattan, por eso le gustaba.

Aún conservaba esa confusa visión en la retina cuando, esa noche, sentada frente al escritorio, abrió el cuaderno y contempló durante largo rato la primera página en blanco.

Donde Siempre es Otoño (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora